Nostalgia…
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En aquel tiempo Saltillo era una buena ciudad para vivir y las estaciones del año llegaban puntuales a tocar la puerta de los nativos
Nostalgia del clima. Nostalgia del aire fresco de ayer. Atentos lectores me han pedido una segunda estampa, una segunda parte del texto aquí publicado titulado “442 años”, donde declaré mi amor y mi odio (es lo mismo) a mi ciudad, Saltillo. Aquí me planto y escribo: Mi madre dormía la siesta y había silencio. Había alboroto en las comidas y en la sobremesa se escuchaba disertar a los mayores, a los padres; esos los que lo sabían todo. En aquel entonces se dormía placenteramente y se levantaba uno con buena cara. Sí, se había descansado. Se había dormido y el sueño era reparador. En aquel entonces Saltillo era una buena ciudad para vivir. Las estaciones del año eran puntuales y aún no asomaban en la jerga diaria unas palabras y denominación tan amorfas como peligrosas: “calentamiento global”. Eran otros tiempos, todas las horas mejores a estas.
Había alboroto en las comidas y silencio al momento en que mi madre tomaba la siesta. En aquellos días, a Saltillo, mi ciudad, la ciudad de mis progenitores, la recorría a pie casi todo el tiempo y de la palma de la mano de mi padre, José Cedillo Rivera. Hoy lo sigo haciendo, aunque ha cambiado el decorado: el riesgo de morir bajo las llantas humeantes de un auto o combi desbocada es un peligro serio, terrible y latente. Soleado el día, fresca la noche. El clásico clima del desierto. La terminología es para eruditos; no para nativos, transeúntes o viajeros insomnes como yo. Las estaciones eran cuatro y definidas. Las montañas de este Valle las sabían al dedillo y en primavera se preñaban de un brote verdoso, ganándole la partida a la sequedad de la tierra. En verano y su fiera canícula, los cerros se transformaban en motas picantes ya rejuvenecidas por el vapor, el calor y las aguas tempraneras.
En el desierto el clima hostil juega un papel fundamental en nuestra vida cotidiana. Los poetas como Juan Rulfo lo saben, por ello dejó escrito en sus dos obras perfectas e invulnerables (“Pedro Páramo” y “El llano en llamas”) una huella de ese hálito intangible y paradójicamente eterno. Juan Preciado llega a Comala “cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el calor de las saponarias”. Este aire está preñado de desconsuelo, obliga a desatar las bajas pasiones y se entrega uno a las libaciones de generosos vasos de cerveza fría. El vapor es pegajoso y se anuda entre las piernas y muslos de las mujeres en flor. Ya tarde, baja de la sierra de Zapalinamé como bestia agazapada la cual se esconde aún temeroso en plazas y almenas, recovecos y pretiles volados, un viento fresco. Apenas el mínimo para abrir ventanas y canceles y dormitar un tanto aturdido mientras el otoño llaga y nos hace revivir. Saltillo ha cambiado, el clima ha cambiado, nosotros ya no somos los mismos. Hubo una vez en que el aire de Saltillo era transparente, limpio y fresco. Se vivía a gusto. No más.
ESQUINA-BAJAN
El viento templaba el carácter de los hombres y era bueno para la labranza, los frutos de la tierra y para la salud de los nativos. Cuenta el cronista, el bachiller Pedro Fuentes (1792), de días en los cuales “Saltillo… (tenía) un delicioso jardín, no sólo de flores exquisitas y varias, ni sólo de legumbres y muchas y delicadas, sino de hermosas plantas que no sólo alegran con su vista sino que también regalan con su fruto… (Todos) estaban con paz bajo de un gobierno el que repartía con equidad las tierras y aguas de la jurisdicción, estimulando a los labradores a la asistencia, continuación y cuidado de sus labranzas; haciendo lo mismo con las gentes de oficios: zapateros, sastres, herreros, carpinteros…”.
Mi padre era sastre de oficio. Oficio alto y de rancia prosapia. Sólo hay que leer Deuteronomio, Números y, claro, Levítico, para darnos cuenta de cómo Jehová, el más alto, mandó precisas órdenes para que le confeccionaran su tabernáculo montado éste con lino, cortinas, lienzo y pedrería, todo hecho a la medida y orden. En aquel tiempo Saltillo era una buena ciudad para vivir y las estaciones del año llegaban puntuales a tocar la puerta de los nativos de este Valle, el cual hoy se ha convertido en un caos y hervidero bíblico. Hoy el calor, el demonio del infierno se ha instalado y es imposible sacudirse el ardor de las espaldas. Los abanicos no alcanzan a refrescar. Tal vez por esto, Saltillo de nuevo se ha convertido en una ciudad de paso. Sobre todo para las hordas de migrantes llegados del sur del continente. El carácter por antonomasia de que Saltillo es una ciudad “de paso” ha sido abordado por viajeros insomnes obligados a “tocar” la Villa de Santiago del Saltillo. El ingeniero Nicolás de Lafora apunta en su diario del día 4 de diciembre de 1767 que Santiago del Saltillo es una Villa “muy amena, con mucha buena agua, se coge mucho trigo, maíz y otras semillas. Aquí estuve dos días descansando y bastimentándome. Aquí se hace mucho vino y aguardiente por las muchas viñas y huertas de mucha fruta”.
En aquel entonces, los principales númenes jugaban del lado terreno. Abundantes cosechas daban cuenta del perón, la manzana, el membrillo, el tejocote, el durazno. Los naipes se barajaban y siempre caían del lado ganador. En aquellos días, de sol y sombra, los edificios y calles de Saltillo eran asombro de viajeros y artistas; Edward Hopper lo dejó en varios lienzos para la eternidad. Eran otros tiempos, mejores días. Siempre han sido mejores tiempos y mejores días a éstos: miserables, ruines y obcecados, los cuales habitamos. La violencia desbocada a todos muerde. Ya nadie se conoce en los merenderos locales. En las colonias donde habita la maldad de tiempo completo es necesario llegar armado con cerbatana, trabuco, ballesta o mínimo con una onda, como la del bíblico David.
LETRAS MINÚSCULAS
Hoy, hoy siento una emperrada nostalgia por mi Saltillo de ayer…