¿Qué se hizo la Cuaresma?
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Se apagaban los últimos ecos del baile de carnaval en el Casino, con el concurso de disfraces que ganaba siempre Robertito Guajardo vestido lujosamente con su atuendo de Rey Gambrinus... Se hacían los últimos saraos en las casas ricas –con música de pianola– y los últimos días de campo en el Charquillo, San Lorenzo o el rancho llamado de La Porra... Los niños gastaban los últimos cascarones, guardados a lo largo del año para llenarlos en las carnestolendas de confeti o harina y quebrarlos en la cabeza de algún desprevenido...
Entonces empezaba la Cuaresma.
Las ventanas de las casas se cerraban para dejar las habitaciones en una luctuosa obscuridad. Los grandes espejos se cubrían con velos morados o con paños negros. Las campanas, cuyo son tiene un algo de alegre, dejaban de sonar, y se llamaba a misa con el ronco estridor de una matraca. Se hacían largos ayunos a pan y agua, y se inventaban penitencias y mortificaciones.
Pasó el tiempo y la Cuaresma ya no fue tan rigurosa. Si acaso, se hacía la promesa de no ir al cine durante los cuarenta días. El Cinema Palacio se vaciaba aunque en aquellos días se exhibieran sólo películas religiosas: “Misión Blanca” con Jorge Mistral; “La Virgen del Tepeyac”; “El Mártir del Calvario”; “Rey de Reyes”... Cuando en la pantalla aparecían Jesús, la Virgen o un sacerdote el público rompía a aplaudir.
Había la costumbre de hacer aseo general de las casas en los días previos a la Semana Santa. Se sacaba la lana de almohadas y colchones y, después de lavarla minuciosamente y de secarla al sol, se vareaba mil veces con una vara de membrillo para que se esponjara. Se horneaba pan para toda la semana, y las cocinas se llenaban con los aromas de la rica y variada comida cuaresmal: tortitas de papa o camarón, nopalitos, caldo de habas y lentejas, chicales, pescado seco, sardina en lata, orejones de calabaza, torrejas, y –sobre todo– la capirotada, hecha de pan francés remojado en miel de piloncillo y con añadidura de queso, cacahuate, piñones, nueces, rajas de canela, clavo, coco rallado, pasas de uva...
Se hacía la visita obligada a las siete casas, que eran siete templos (catedral y la capilla del Santo Cristo contaban por dos). Se hacían los ejercicios: para señores y señoras, separadamente; para muchachos; para señoritas; para empleados y empleadas, para trabajadoras domésticas, para niños, para estudiantes, para matrimonios... Se oía el sermón de las Siete Palabras, predicado por un orador “sagrado” que venía de alguna ciudad lejana, como Monterrey. Resonaban las “cámaras”, ruidosos cohetones que se hacían estallar a las tres de la tarde en punto del Viernes Santo, para anunciar la muerte del Señor. Se quemaban los judas en las esquinas de las calles… Y antes, el Domingo de Ramos, los atrios se llenaban de vendedores de palmas y ramitos de manzanilla.
La ciudad entera tomaba el color de la cuaresma. El ritmo de la vida se hacía más lento de lo que ya de por sí era. Y por 40 días Saltillo se vestía de luto hasta la llegada del domingo de Resurrección y otra vez sonaban las campanas su clamoroso canto de la Pascua.
Yo digo que ahora ya no hay grandes santos porque tampoco hay grandes pecadores. Va una cosa con otra. Hemos caído en una especie de mediocridad del espíritu. No creemos plenamente ni dudamos a cabalidad. Quizá vamos a misa, pero hasta ahí. Por eso la cuaresma ya no es lo que era antes. Casi en lo único que se parece la de hoy a la de ayer es que dura también 40 días.