Viernes de Dolores en el Saltillo del siglo antepasado
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Celedonio Mireles y Manuel Neira Barragán hicieron un homenaje a la devoción de los católicos saltillenses, un precioso libro impreso en 1948, ahora muy difícil de encontrar: “El Santo Cristo de la Capilla de Saltillo”.
Saltillense de nacimiento, Mireles residió en Monterrey donde montó un taller de imprenta que le dio fama de buen tipógrafo. Era pintor y cultivó la acuarela y el óleo. El opúsculo dedicado al Santo Cristo de la Capilla de Saltillo es una de las publicaciones artísticas salidas de su taller, bellamente ilustrado con viñetas y sus folios presentados en cuadernillos cubiertos por pastas de cartoncillo acordonadas.
Neira Barragán fue poeta, historiador y músico. Originario de San Buenaventura, radicó en Saltillo. La revolución le hizo abandonar sus estudios en el Ateneo Fuente y militó en las fuerzas constitucionalistas. Más tarde dirigió los Talleres Gráficos del Gobierno y el Periódico Oficial del Estado de Coahuila. En 1925 se instaló en Monterrey, sin perder nunca el contacto con su estado natal. Colaboró en numerosas revistas y periódicos de Monclova, Torreón y Saltillo y publicó varios libros en la vecina ciudad. Compositor, tocaba el violín, el piano y la guitarra.
Los autores narran en su libro la historia de la santa imagen, la gran fiesta del 6 de agosto desde sus preparativos y las familias saltillenses devotas del Señor de la Capilla en su época. Aseguran que no había día sin que fuera visitado por gente de todos los antiguos barrios saltillenses, el de Guanajuato, el de Belén, el Andrajo, San Lorenzo, el Pueblo, etc., los de arriba y los de abajo. También describen las fiestas del Santo Cristo del Ojo de Agua y sus cofradías.
Neira y Mireles le dedican un capítulo al barrio de su niñez y adolescencia. El barrio de Guanajuato, en el sureste de la ciudad, abarcaba, dicen: “desde la calle del Cerrito (Bravo) al sur hasta el Fortín, pasando por Altamira, la Casa Blanca, el arroyo de la Tórtola, camino a la fábrica de Arizpe, terminando al oriente con lo que era el Barreal y el Molino de Belén”, y se enfocan en las costumbres de sus habitantes. Doña Carlota, una viejecita del barrio, lavaba todo el año ropa ajena en la acequia del Molino de Belén para montar un suntuoso altar en su casa donde rezaba el novenario del Santo Cristo y ofrecía fiesta los nueve días. La “China Moya” hacía lo mismo y sus fiestas competían con las de doña Carlota, de modo que los vecinos debían escoger entre una y otra casa y muchos asistían a las dos, para regocijo de los chiquillos del barrio.
El repaso de la devoción se enfoca también a la Semana Santa y a la antigua costumbre de muchas familias de levantar altares en sus casas el Viernes de Dolores, visitados por los vecinos del barrio y otras familias de diversos rumbos de la ciudad: “Altares que se adornaban con ramazones de oloroso cedro tapizadas con figuras de papel blanco picado; en las gradas del altar se ponían platones de cebada tierna con banderitas de oro volador, lamparitas de aceite con agua de color, macetas de inmaculadas flores de lis y rojas azucenas de Dolores; al pie del altar se extendía una típica alfombra saltillera a grandes cuadros verde y rojo, hecha de lana en los obrajes en donde se fabrican los famosos sarapes; y el ambiente saturado del perfume de incienso, que en espirales ascendía hasta donde estaba, al pie del Crucificado, la imagen Dolorosa de María, atravesado su pecho por siete puñales”. Y concluyen: “Esta manera de celebrar las fiestas religiosas en nuestro barrio de Guanajuato es un reflejo del sentir de todo el pueblo. Así era Saltillo a fines del pasado siglo”.
A más de un centenar de años, la devoción persiste, no así, lamentablemente, esas costumbres de origen hispánico y tlaxcalteca, tan arraigadas entonces.