Y a los hombres nos toca…
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Las acciones con las cuales las mujeres harán notar su peso y presencia en la vida pública del país en los próximos días pueden -y deben- ser acompañadas por los hombres. Aquí una lista de cinco acciones con las cuales debiera comprometerse el género masculino con la lucha femenina por la igualdad
En las próximas horas atestiguaremos eventos inéditos en la historia reciente del País. Eventos marcados por la apropiación, por parte de las mujeres, del espacio público.
Domingo y lunes serán los días culminantes de un movimiento en torno al cual se ha nucleado, como nunca antes, un sector de la sociedad cuyas integrantes, pese a ser numéricamente la mayoría, padecen problemas propios de las minorías.
Mañana la presencia –seguramente tumultuaria– en las calles. El lunes, la ausencia mediante la cual harán sentir de manera aún más fuerte su peso en la construcción de la realidad cotidiana y, sobre todo, en la integración de la riqueza colectiva.
No voy aquí a “explicar” el sentido y significado de los eventos de estos días, o las razones por las cuales las mujeres mexicanas demandan con ellos soluciones a una problemática real y concreta. Eso les corresponde a ellas.
Intentaré en cambio explicar cuál es la responsabilidad de los hombres en este contexto y en este momento. Tal explicación la formulo, desde luego, a partir de mi óptica personal, si bien parto de la posición de quien se ha impuesto el reto de ser feminista y moldear su conducta a partir de esta definición.
Desde esta perspectiva identifico una serie de retos y desafíos para mi género en torno a este momento de nuestra vida en sociedad. Los enumero e intento desarrollarlos a continuación.
Primero: escuchar. Pero escuchar de verdad, lo cual implica no adoptar una postura condescendiente según la cual se le “concede” a una mujer la “oportunidad” de hablar –mientras se le escucha en silencio– para ignorarle inmediatamente después y desestimar sus argumentos.
Y cuando digo escuchar me refiero esencialmente a poner atención al núcleo duro del problema: las muchas violencias padecidas por las mujeres debido a la existencia, a la persistencia, de un amplísimo catálogo de conductas normalizadas a partir de concebir a las mujeres como seres inferiores a los hombres.
Segundo: ser empáticos. Esto implica sobre todo una cosa: dejar de negar la existencia del problema o de calificar como “exageraciones” los señalamientos de las mujeres, sobre todo respecto de las conductas masculinas orientadas a convertirlas en un objeto.
Los hombres –al menos en mi experiencia– no somos capaces de dimensionar, porque no se nos educó para ello, los efectos del acoso, o la sensación de indefensión provocada por el hecho de saberse físicamente vulnerables ante un ataque. Pero esa incapacidad no puede llevarnos a negar la realidad o a desdeñar las manifestaciones de temor de las mujeres.
Ser empáticos implica hacer un esfuerzo por imaginarnos en situaciones análogas –porque a los hombres también nos disgustan ciertas conductas y sentimos miedo– y, a partir de ello, reconocer nuestra propia necesidad de empatía y solidaridad ante circunstancias específicas.
Tercero: dejar de competir. Esta discusión no se zanjará averiguando quién tiene la razón y, en consecuencia, definiendo cuáles ideas prevalecerán sobre las otras. No se trata de establecer la superioridad de un género sobre el otro, sino de asumirnos complementarios a partir de las diferencias.
Dejar de competir implica aprender a negociar y eso significa abandonar las posiciones irreductibles, dejar de atrincherarse en la intransigencia porque se considere indigno “ceder terreno” o “renunciar” a cosas a las cuales “tenemos derecho” sólo por el hecho de ser hombres.
Cuarto: cuestionar nuestras creencias. En las raíces del problema de desigualdad y violencia padecido por las mujeres se encuentra la cultura, entendida esta como un conjunto de ideas y comportamientos adoptados –y “avalados”– por la comunidad.
De este conjunto forman parte los estereotipos de género, es decir, la caracterización de ciertas conductas, responsabilidades y tareas como “típicamente femeninas”, una tipología errada salvo por aquellas cuestiones determinadas por la biología.
Quinto: asumir la necesidad de la igualdad. El primer paso para ello es entender la idea de igualdad a la cual debemos aspirar. No se trata de “ser iguales” en el sentido de las similitudes físicas, sino en el de la concepción intelectual del otro, de la otra.
Quizá una ruta de aproximación más sencilla al término sea la de no asumirnos desiguales en términos de superioridad e inferioridad. Concebirse iguales implica renunciar a la idea –construida largamente, es cierto, y por ello tan difícil de desmontar– de la superioridad masculina.
Se trata de una lista breve de cosas fáciles de hacer. Si nos esforzamos en ese camino podemos concebir la posibilidad de avanzar con mayor rapidez hacia la construcción de una sociedad realmente igualitaria en la cual ninguna mujer tenga la necesidad de salir a las calles, o cesar en sus actividades cotidianas, para forzarnos a escucharle.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx