Puebla de todos los Ángeles
COMPARTIR
TEMAS
Cuando alguien se porta bien, dicen los poblanos, Diosito lo lleva a Puebla. Así me pasa a mí, que de vez en cuando veo recompensados mis efímeros conatos de virtud con una visita a esa ciudad hermosa.
Para lenguas y campanas, las poblanas, dice un decir de México. No sé de las murmuraciones, pero sí del coro matutino y vesperal de las mil campanas, esquilas y esquilones que ponen su canción en el cielo de Puebla, junto a los volcanes.
Yo no sabía que Puebla mereció de la Unesco la designación de Ciudad Musical, miembro de un muy selecto grupo al que pertenecen no muchas ciudades, entre ellas Salzburgo, Viena, Prades y otras famosas por su música o por sus festivales musicales. Puebla tiene uno muy hermoso: el Concierto de las Campanas. Cuando se toca ese concierto -una vez en el año nada más- la ciudad enmudece; se aquieta todo ser y toda cosa; y obedeciendo a una partitura común y a una sola dirección los campaneros poblanos hacen repicar sus campanas en una sinfonía que dura una hora, en la cual se escuchan desde las grandes campanas madres de la Catedral hasta las pequeñas esquilas monjiles de los viejos conventos de capuchinas, clarisas, teresianas...
Yo hice viaje especial hace algún tiempo para escuchar aquel concierto peregrino. Desde un balcón abierto al aire oí las voces de esas claras sopranos, graves contraltos y broncíneas mezzos: las campanas de Puebla. Cantaban aquí cerca y allá lejos un canto eterno y pasajero, voces de siglos que en un instante sonaban sobre las cúpulas y los tejados y en el siguiente se perdían por la Malinche o el Popocatépetl.
¿Habrá otra ciudad del mundo, me pregunto, con un concierto así? ¿Cómo será la partitura para tocar esa música, ese instrumento que cubre toda una ciudad? Cada campanario un intérprete; cada campana una nota; el valle una sala de conciertos... Casi todas las cosas de la vida son muy olvidables. Dolor y amores son materias que en el momento de vivirlas parecen ser de mármol y con el tiempo se descubren de arcilla. Yo he olvidado muchas cosas que debería recordar. No olvido, sin embargo, ese concierto de campanas, y lo recuerdo cada vez que voy a Puebla.
Esta última vez llegué a un hotel que en el antepasado siglo fue convento. El hotel es pequeño, pequeñito. Se llama El Mesón del Sacristán, y tiene seis o siete habitaciones nada más. Cada una fue celda, no sé si de un monje o de una monja. La ventana que da a la calle presenta un vano donde se puede sentar una persona para leer de espaldas al claror del día.
Ahora estoy sentado ahí, porque el viaje que voy a hacer empieza muy temprano. Mi equipaje es ligero -siempre es ligero el equipaje del que viaja mucho-, y está dispuesto ya. La hora es incierta: todavía es de noche, pero ya no es de noche; ya es de día, pero no es aún de día. Suspendido en esa incertidumbre me siento incierto; ahí, junto a la ventana de aquella celda que supo ayer de eternidades y hoy es posada en la que nada posa
De pronto, en la iglesia vecina, suena la primera llamada de la primera misa. Ahí y ahora suena esa campana, pero su son no es de ese lugar ni de ese tiempo, sino de todos los espacios y todas las edades. Me devuelve a mi ser esa campana, y salgo al nuevo día revestido con una canción que dura para siempre.
Armando Fuentes Aguirre