Corrupción: ¿se requieren más ‘dientes’?
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Tras la polémica desatada a raíz de la publicación de un reportaje periodístico en el cual se habrían documentado presuntas compras del Gobierno de Coahuila a empresas inexistentes, el Ejecutivo Estatal ha planteado la posibilidad de reformar la Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Contratación de Servicios para el Estado, a fin de evitar los casos de “compañías fantasma”.
El propósito de la reforma es, según explicó a integrantes del Poder Legislativo el secretario de Finanzas, Ismael Ramos Flores, “crear un mecanismo que permita verificar en forma previa a la asignación de los recursos públicos, que los proveedores que pretenden establecer una relación comercial con el Estado, son empresas de las cuales se puede comprobar su existencia, las cuales cuenten con una amplia experiencia y que además cumplen con todos los requerimientos”.
La idea implica incrementar los requisitos para que una empresa forme parte del padrón de proveedores del sector público y entre estos requisitos estaría la georreferenciación de las instalaciones de las mismas.
Se trata, en primera instancia, de una respuesta adecuada de la administración estatal pues, más allá de negar que se haya contratado a “empresas fantasma” se está planteando un mecanismo específico para atajar cualquier posibilidad de que efectivamente se contrate a una empresa que no reúna los requisitos para ser proveedor gubernamental.
Pero siendo una reacción adecuada, valdría la pena que antes de realizar de forma acrítica los cambios planteados en la legislación vigente, nuestros representantes se tomaran la molestia de analizar las mejores prácticas existentes en el mundo en este sentido y estudiar la posibilidad de adoptarlas.
Porque no necesariamente el endurecimiento de las reglas para ser proveedor gubernamental implica garantía de mejores contrataciones o el uso más eficiente de los recursos públicos al adquirir determinado producto o servicio.
De hecho, la imposición de mayores requisitos podría traducirse en el hecho de impedir, en los hechos, que determinados proveedores de bienes y servicios queden fuera de la posibilidad de convertirse en proveedores del sector público y ello no necesariamente es lo mejor.
Y es que cuando sólo nos concentramos en reformar la ley como intento por corregir –o prevenir– conductas indebidas, estamos olvidando el componente más importante del fenómeno, al menos en este caso: la cultura de corrupción que ha caracterizado largamente al sector público mexicano.
Porque el hecho –o la posibilidad– de que un ente público firme un contrato con una empresa “fantasma” no se debe a la falta de leyes que impidan realizar tal cosa, sino al hecho de que la actuación de los servidores públicos se encuentra protegida por un manto de impunidad.
Este mismo hecho provoca que los ciudadanos no tengan confianza en la actuación de sus funcionarios y eso ciertamente no se resuelve modificando una ley.