Nombres, nombres

Politicón
/ 15 septiembre 2020

Don Francisco Almada, historiador y político de Chihuahua, le puso a su hija menor el nombre Negra. Así le decían por cariño a una madrina que don Francisco tuvo cuando niño, y en homenaje a ella le asestó dicho nombre a su hija, que ninguna culpa tuvo de ese madrinazgo. En ciertos momentos –los de la intimidad, pongo por caso– el nombre debe haber cuadrado bien: “¡Méngache mi Negra!”. Pero en lo general el nombrecito debe haber mortificado bastante a la muchacha. “¿De dónde es usted, Negra?”.

Yo digo que los hijos no tienen por qué cargar las culpas de sus padres en lo que se refiere a los nombres. En tiempos del comunismo, muchos papás con ideas de izquierda les pusieron a sus hijos el nombre Lenin. En el lado contrario del espectro político, otros se entusiasmaron cuando llegó el hombre a la Luna, y entonces se puso de moda el nombre Neil, pues así se llamaba el astronauta que primero pisó el suelo lunar.

Era frecuente que los masones le impusieran a uno de sus hijos el nombre Hiram. Quienes tenían ideas mexicanistas bautizaban a sus hijos con nombres indígenas. Aquí en Saltillo hubo un matrimonio que vivía por la calle de Los Baños, ahora de Murguía, cuyos hijos se llamaban Cuitláhuac, Cuahutémoc, Moctezuma y Xóchitl, en ese orden. Salían a jugar los cuatro a la calle –entonces todos los niños jugábamos en la calle– y cuando llegaba la hora de la merienda su mamá salía a la puerta y les gritaba con aguda voz de vicetiple, alargando durante tres compases la vocal tónica:

- ¡Cuicui! ¡Cuacua! ¡Muma! ¡Chochi!

Aquello era para verse. Digo, para oírse.

Luego vino la moda de las telenovelas. ¡Cuántas Yesenias hubo, Dios del Cielo! Le presentaban al sacerdote una niña en la pila bautismal, y el ministro del Señor decía automáticamente:

- Yesenia ¿verdad?

Mi esposa y yo nos negamos terminantemente –cuestión de principios– a ser padrinos de bautizo de una niña a la que sus padres le iban a poner por nombre Yajaira Elisema. Así se llamaba la heroína de una telenovela venezolana. No quisimos pasarnos el resto de la vida con ese remordimiento, y declinamos cortésmente el honor del padrinazgo.

Desde luego en todos los tiempos se cuecen habas en eso de los nombres. Nuestros antepasados les imponían a sus hijos e hijas el nombre del santo o de la santa del día en que venían al mundo. Entonces había Sidronios, Belarminos y Lindolfos, y había también Basilisas, Lugardas y Betulias. El hortelano de mi abuelo se llamaba Carmen, pues nació el 16 de julio. A una señora conocí en España –concretamente en Santander– que se llamaba doña Circuncisión, nacida el merito primero de enero, día de la Circuncisión del Señor. Le hubieran puesto Señor, o Del, pero no Circuncisión... pobre. Para que no se oyera tan mal, sus amigas le decían Cisita.

Propondré al Congreso –por estos días al Congreso todo se le puede proponer– que los mexicanos y mexicanas puedan cambiarse el nombre, si no les gusta el suyo, al llegar a la mayoría de edad, y que cada cinco años se lo puedan cambiar de nuevo si ya les cansó el otro. Porque resulta curioso que la gente pueda cambiar con facilidad de pareja, de religión, de partido, y aun de sexo, y que en cambio batalle mucho para cambiar de nombre. Le escribiré una carta a Porfirio Muñoz Ledo pidiéndole una reforma en ese aspecto. A lo mejor él mismo la aprovecha.

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