Stevenson, otra vez
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Al hojear un libro de Robert Louis Stevenson recuerdo las frases luminosas y memorables que Jorge Luis Borges dijo sobre este escritor escocés (uno de sus favoritos): “No contiene una sola página descuidada, y sí muchas espléndidas”. La lista de maravillas que el argentino enumera sigue en sus ensayos, en los versos, en las conferencias. En su poema “Los justos”, Borges enuncia una serie de personas “que se ignoran, pero están salvando al mundo”: “Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. / El que acaricia un animal dormido”. De pronto se pone a él mismo cuando dice: “El que agradece que en la tierra haya Stevenson”. Me parece que, junto a él, muchos y muchas se han unido a través de los años a tan solemne agradecimiento. Porque la literatura de Stevenson, desde el librero de los clásicos, nos hace sentir que el universo de la imaginación es cosa nuestra.
Esa sensación tan tremenda y agradable la consigue alguien que llegó a ser “una de las figuras más queribles y heroicas de la literatura inglesa” (Borges, otra vez), aunque al principio no todos le tenían mucha fe. De esas batallas nacieron las historias. El primer libro que leí de Stevenson fue “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”. En esa época de la adolescencia descubrí las novelas de horror y con este relato breve (al que catalogué entonces dentro de los “libros para leer en un día”) cerré un ciclo que incluía “Drácula” de Bram Stoker, “Frankenstein” de Mary Shelly y “El vampiro” de John Polidori. Quizá todo mundo, en algún momento de la vida, sienta pasión por los monstruos. Con estos libros comprendí que cada obra proponía un conflicto con una monstruosidad distinta y que en nosotros, los lectores, también hay algo de aquella naturaleza indeseada oculta en metáforas o en cuentos. Ahora releo a Stevenson y me sigue pareciendo un maestro. Sobre su villano (o uno de ellos), escribe: “Ha de tener cierta deformidad pues produce el efecto de un ser monstruoso, pero no puedo especificar la línea en que se aparta de la normalidad”.
De los monstruos citados, el de Stevenson me parece el más humano. La trama es muy conocida. El doctor Jekyll, un hombre bondadoso, toma una pócima que le aparta de su lado vil. Así se convierte en Hyde, la representación de su maldad encarnada. La obra tiene muchas lecturas, desde los trastornos de personalidad hasta la dualidad de lo bueno y lo malo que habita en nuestra naturaleza. La anécdota de cómo fue escrito el libro es casi una leyenda. Chesterton, en su biografía de Stevenson, advierte que debemos tener cuidado con la mitificación del autor. Durante décadas ha subido y bajado del gusto de la crítica y por un tiempo fue condenado, como explicó Borges, por escribir libros para niños. Además de “La isla del tesoro” y “El extraño caso...”, en el catálogo de Stevenson hay ensayo, novelas, cuentos, poesía, crónicas y más.
Entre sus escritos aparece un ensayo breve titulado “Carta a un joven que se propone abrazar la carrera del arte”. Es inevitable pensar en las “Cartas a un joven poeta” de Rainer Maria Rilke, en las de Baudelaire y otros que han pensado en la juventud. Aunque Stevenson murió a los 44 años, edad que en nuestra época pasaría por “joven”, su literatura era de gran madurez. Desde niño vivió enfermo y fue un atareado navegante y viajero. Buscó el movimiento para cambiar de climas o para seguir al amor. De todo lo que vio surgieron cuentos, aventuras. En esta carta al joven reluce su espíritu más alto de escritor. Es imposible no enamorarse más de él cuando dice cosas como “Si un hombre ama su oficio con independencia del éxito o la fama, los dioses han llamado a su puerta” o cuando habla sobre la pasión de ser artista. Su poesía, en cambio (otro paso que siguió Borges), es más íntima. Todo el tiempo se despide. La enfermedad le cansa, pero también la vida le maravilla. Stevenson otra vez grande cuando escribe: “Abro las desgastadas páginas de mi atlas, / El camino infinito vuelve a abrirse en mi alma”.