¡Ay, Charróquer, no te rajes!
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Y me acordé de aquella peli de 2003, llamada “La Vida de David Gale”, en la que el epónimo protagonista admite deliberadamente los cargos por homicidio que se le imputan, a pesar de ser del todo inocente; acepta sin chistar la pena máxima resultante de su juicio y acepta silenciosamente la ejecución impuesta por el Estado de Texas.
¿Qué llevó al ficticio Gale a dejarse aplicar la pena capital sin objetar una sola palabra en su defensa?
Gale dispuso las cosas para que tras su deceso, saliera a la luz la evidencia incontestable de su inocencia. El finado demostraría su no culpabilidad post mortem.
Su sacrificio obedecía a un plan orquestado por él mismo para poner en evidencia lo precario de la justicia y la falibilidad de la pena de muerte.
Si conseguía probarle al mundo que un inocente podía llegar a ser ejecutado por el Estado, aun por voluntad propia, habría conseguido demostrar lo erróneo e inviable de la pena de muerte como pilar de un sistema judicial.
Curiosamente la cinta aludida es protagonizada por el actor Kevin Spacey, caído en desgracia tras las acusaciones de abuso sexual en agravio de menores que en su contra se formularon en 2017.
Ello, aunado al linchamiento del movimiento #MeToo que avivara la serie de señalamientos similares hechos en contra del productor Harvey Weinstein, acabó con una de las carreras más sólidas y prestigiadas de Hollywood, lo que en caso de ser culpable no tendría ya la menor importancia, aunque en caso contrario, significaría una inmolación similar a la de su personaje, pues aunque no pone fin a su existencia, sí ha destruido su vida, independientemente de lo que resulte.
Spacey aun da la pelea en los tribunales y uno de sus acusadores admitió haber mentido sobre su edad -confesó haberse presentado como mayor de edad al momento de conocer al actor- lo que eximiría, al menos en esa concreta acusación, al ganador del Oscar.
Desde aquel año, 2017, el #MeToo se propagó como virus informático por todo el mundo y si bien, ha servido como plataforma para que muchas víctimas acopien el valor necesario para señalar a quienes en algún momento abusaron de su confianza, inocencia o necesidad, también es cierto que sirve para cobrarse rencillas, ya que acogerse al movimiento es un cheque en blanco y al portador para linchar a cualquiera que le hayamos cogido ojeriza por las razones que sean.
Proclamarse víctima -aun y sin serlo- y solicitar el amparo del #MeToo, es virtual garantía de credibilidad irrestricta, ya que desde el origen de este movimiento se ha instaurado -vía “el terror”- una ley social que ordena precisamente, dar crédito sin reserva a quien sea que alce la voz para proclamarse objeto de alguna forma o variante del abuso.
No hay para el acusado defensa, en realidad ni siquiera un juicio en su modalidad sumaria. El indiciado -no por el conducto penal, basta para esto el cibernético- es en automático culpable y pierde ipso facto su prestigio. Los patrones y empleadores, que suelen ser pusilánimes ante una eventual campaña de desprestigio, lo pondrán también de patitas en la calle en el acto, aunque no exista acusación formal, sino un mero rumor de redes. Son rarísimos los casos en que una empresa respalde a su empleado cuando es objeto de un señalamiento de estos.
Los juicios de Salem se quedan cortos ante la presteza con que esta nueva inquisición dictamina sus sentencias lapidarias.
Y aunque muchos se hayan llevado su merecido, el problema de entregar esta credibilidad sin reservas y el poder que esto conlleva a una turba que se asume indignada e iracunda es uno de los errores que al cabo de unos cuantos años lamentaremos grandemente y nos llenarán de vergüenza.
Hoy no, hoy es un motivo de orgullo asumirse del lado de las víctimas y emitir fallos fulminantes e inapelables, porque este movimiento otorga a demasiada gente más autoridad de la que jamás soñó.
El #MeToo llegó a la capital de nuestro Estado y desde hace un par de semanas, el que no ha sido víctima alguna vez en su vida sólo tiene de dos sopas: O se suma a la rabia indignada, o es un cómplice y encubridor, presunto perpetrador también. Las denuncias formales brillan por su ausencia, como los casos documentados, todo lo que hay son fuertes y “valientes” declaraciones en esos tribunales a modo: Twitter y Facebook.
Aunque quizás no habrá que esperar mucho para que estas conductas nos llenen de oprobio. Ayer, una de las muchas ramas del #MeToo en México se cargó con la vida de uno de mis héroes de la música, Armando Vega Gil, quien al no soportar las anónimas amenazas de extorsión de que fue objeto, decidió, en un acto para él de congruencia, terminar con su vida.
Y no obstante, faltaría absolverlo o dejar su vida y legado en entredicho para siempre, lo curioso es que las cuentas que más ferozmente lo atacaban fueron abruptamente cerradas y de quien lo quiso incriminar seguimos sin saber absolutamente nada, aun es una personalidad sin rostro perdida en el numeroso ciber anonimato.
Vega Gil, como el héroe de aquella película, se quitó la vida consciente, libre y deliberadamente para proclamar y hacer patente su inocencia. Fue el único recurso que estimó viable para defender lo que calculó le quedaría de vida tras pasar por el Santo Oficio del #MeToo.
No pretendo hacer un mártir del músico, no sé si lo sea, pero ojalá que su partida nos ayude a vernos en un espejo para reparar en lo que nos hemos convertido.
Aun creo que todos los hombres merecemos un proceso justo y no esta caricatura de justicia… y menos tú, amigo Guacarróquer.
¡Hasta siempre!
petatiux@hotmail.com
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