“Bien hacer”
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francés Frédéric Augusto Bartholdi quien fuera escultor y muy conocido por una creación célebre que ha inspirado a millones de personas a buscar nuevos horizontes, me refiero a la obra “La libertad iluminando el mundo”
Un día como ayer 2 de agosto, pero de 1834, nació el francés Frédéric Augusto Bartholdi quien fuera escultor y muy conocido por una creación célebre que ha inspirado a millones de personas a buscar nuevos horizontes, me refiero a la obra “La libertad iluminando el mundo”, mejor conocida como la estatua de la libertad, que engalana a la ciudad de Nueva York y que fue regalada por el pueblo francés al norteamericano en 1886.
Frédéric realizó esta majestuosa maravilla, de más de 91 metros de altura, con exquisito cuidado “cada mechón, cada rizo en la parte superior de la cabeza de aquella dama, fue tallado y pulido con el mismo esmero que todo su cuerpo y vestimenta”, a sabiendas que nadie vería la parte más alta de la estatua, pues aún no se habían inventado los aviones y menos los drones. Por tanto, parecería innecesario haber realizado tal grado de esfuerzo en los detalles y gusto por la perfección por lo menos de la parte más alta de la estatua.
Lazos insospechados
Bartholdi se encuentra estrechamente ligado a otro personaje, del cual lo separan miles de años, pero íntimamente los une su sorprendente y excelso espíritu, me refiero a Fidias, el más famoso de los escultores de la Antigua Grecia quien realizó, alrededor de 440 a.C., las espectaculares estatuas que, hasta el día de hoy, 2,400 años después, embellecen el techo del Partenón de Atenas.
Estas estatuas han sido universalmente admiradas a través de los siglos, pero pocas personas saben que Fidias cuando presentó la factura de su obra, el contador de la ciudad de Atenas se negó a pagarla, bajo el siguiente argumento: “Estas estatuas - dijo - están en el techo del templo, en la colina más alta de Atenas, nadie puede ver otra cosa que el frente de ellas. No obstante, pretendes cobrar por haberlas esculpido íntegramente, es decir, por hacer sus traseros que nadie puede ver”. “Estás equivocado”, replicó enérgico Fidias: “Los dioses los verán”. ¡Vaya respuesta!
La excelecnia
Siglos separan a estos dos grandes, pero los ensambla el haber sabido que en las alturas nadie - “excepto los dioses” -, verían los detalles de sus obras, lo cual los sitúa en la dimensión de la excelencia humana; los une el saber que para ellos lo visible y aparentemente invisible de sus obras tenían el mismo nivel de exigencia.
Bartholdi y Fidas buscaban la excelencia no para los observadores o críticos de sus obras, no para ser admirados, sino por un motivo superior inmanente a sus notables personalidades: ellos sabían la diferencia entre el cuidado y el descuido, entre la mediocridad y la excelencia. Ellos comprendieron que en los detalles se encuentra Dios.
Esta altura de pensamiento y acción los hace perdurar a través de los siglos, dejándonos invaluables enseñanzas.
El balance
Buscar ser mejor que todos los demás es una carrera insensata, porque siempre habrá quien pueda superarnos ya sea hoy o mañana (tal como se rompen las marcas olímpicas), pero básicamente porque esto genera infelicidad.
Lo que las personas si podemos hacer – y ahí nadie puede “ganarnos” - es aprender a ser mejores en el balance de nuestra propia existencia. En esto consiste el camino hacia la excelencia personal.
El concepto “excelencia” entendido como la “superación, calidad o bondad que constituye y hace digna de singular aprecio y estimación en su género una cosa”, encierra una de las cualidades más universales y originarias del ser humano, me refiero a un hecho que se encuentra presente en toda persona que tiene grandes expectativas sobre sí misma y que desde la base de la humidad aspira a ser más, afrontando retos y dificultades para sacar lo mejor de sí misma, para culminar sueños, para perfeccionarse como ser humano, para aprender a poner un mejor ladrillo después del que puso el día anterior.
Gracias a este anhelo personal el mundo se maravilla de las obras maestras de los poetas, músicos, arquitectos, pero también de las hazañas de los deportistas, exploradores, empresarios, maestros y de los innovadores que cotidianamente sorprenden a propios y extraños.
El llamado
La excelencia, al contrario de como muchos suelen pensar, no implica competencia, tampoco exige a la persona ser egoísta o envidiosa; sino simplemente – como diría Píndaro – solicita que la persona llegue a ser lo que ya es; lo que implica autoconocimiento, generosidad y colaboración.
Otros requisitos de la excelencia son los anhelos, las ideales, los sueños y todo aquello que proporcione sentido a todo esfuerzo personal. De aquí se desprende la necesidad de encontrar el “llamado” – el fuego - que toda persona tiene inmerso en su propia naturaleza. Este “llamado” es la vocación de vida, eso por lo que vale la pena dedicarle el entusiasmo a la existencia.
Esta vocación tiene la fuerza de transformar la razón misma de la existencia. Es la misión que origina la responsabilidad y el compromiso para luchar por lo verdaderamente valioso.
Para alcanzar la excelencia es preciso conocer los talentos personales, saber de esos “dones” necesarios para hacer factible la entrega, el esfuerzo. Es entonces necesario conocerse a sí mismo, saber las propias capacidades, limitaciones y posibilidades.
Trabajo permanente
La excelencia requiere que la persona sepa aceptarse, amarase tal como es, sin exagerar sus posibilidades, pero tampoco sin subestimar sus fuerzas. Aceptar no es resignarse, la persona que quiere superarse ha de basar su desarrollo en sus fortalezas, entendiendo el tamaño del esfuerzo que cada jornada le reclama. Por ello es menester mirar de frente a la vida, sin rodeos ni atajos.
Insisto, la excelencia no trata de competir con los demás, sino más bien de contar con la creencia personal que es posible la auto-superación. Implica renunciar a la mediocridad, jamás instalarse en lo intrascendental, ni dejarse vencer por los agitados mares por los cuales es menester navegar y comprende que siempre es dueña del esfuerzo, pero no necesariamente del resultado, del fruto.
Con todo
Los estudiosos del tema consideran que “más que rasgo o cualidad de la persona, la excelencia consiste en la disposición de aprender a cambiar, a develar la verdad del misterio del propio ser, del ser una persona en constante evolución, que nunca termina de aprender, de formarse, de crecer”. De ahí que otro punto de esta cualidad se refiere a la disposición de aprender, pero sobre todo a desaprender. Implica apertura ante lo nuevo, pero también ganas de abandonar lo que limita, esclaviza o “mediocriza”.
Intentar ser excelente es poner el cuerpo y alma en las tareas que se han decidido emprender, realizarlas de la mejor manera posible, sin buscar excusas, sin temor, indecisiones o justificaciones para dejar de hacerlas. Estas personas no se conforman. Su naturaleza es evolucionar. Son rebeldes con causas.
La excelencia exige humildad para evitar la soberbia y no se contagia por los éxitos adquiridos. Los buscadores de la excelencia saben que llegar a la cumbre no se improvisa, que implica paciencia, preparación, esfuerzo constante, ánimo permanente, ejercicio de la voluntad y una vista de águila para localizar las mejores oportunidades, los senderos más viables, los caminos más promisorios. Involucra la voluntad de jamás darse por vencidos, de nunca considerar el fracaso como una opción de vida.
Esta clase de seres humanos se orientan a la acción, transforman lo que consideran que esta mal sin importar las implicaciones, consecuencias y el esfuerzo que suponga tal ejecución.
Las personas como Bartholdi y Fidas son indispensables para hacer más habitable al mundo, porque vuelcan su esfuerzo hacia los demás, hacia la comunidad, hacia lo mejor.
El camino de la superación personal comienza en el hogar y en las tareas sencillas, humildes, pues encarnar la excelencia es comprender que “los dioses todo lo verán”, y esta clase de personas no pueden ser, al mismo tiempo, candil de la calle y oscuridad de sus propias casas, por ello los inmortales Bartholdi y Fidas son ejemplos perenes del “bien hacer”.