Con el poder de su firma
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Lo he sostenido antes en este espacio, pero hace falta repetirlo: Andrés Manuel López Obrador no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias. La más reciente de ellas es la relativa al valor de su firma: si se trata de algo pensado, dicho, concebido y firmado por él, todo mundo debe tomarlo por cierto, creerlo a pie juntillas y obedecerlo.
Sólo a partir de esta concepción hiperinflamada del ego personal es posible sostener la tesis del “memorándum revocatorio” largado el martes anterior por el titular del Ejecutivo y mediante el cual da por “abrogada” la reforma educativa impulsada el sexenio pasado.
Desde la concepción del mesías tropical -Enrique Krauze dixit- basta con estampar su firma en un documento para legitimar la orden girada a sus secretarios de Educación, Hacienda y Gobernación, consistente en ignorar el texto de la Constitución y de las leyes.
En otras palabras, aunque se diga liberal y enemigo de “los fifís”, López Obrador parece haber convertido en lema personal de vida aquella frase de la campaña publicitaria usada por Banamex -en los años 80- para promocionar sus tarjetas de crédito y según la cual, todo era posible “con el poder de su firma”.
Sobre el “memorándum” es crucial señalar un detalle: el documento implica realizar un “acto de autoridad”, es decir, ejercer alguna de las potestades conferidas al Presidente por la Constitución o las leyes, de forma expresa.
La acotación respecto de la necesidad de ser una facultad “expresa” deriva de un principio rector de la actividad pública: el principio de legalidad, según el cual las autoridades sólo pueden actuar merced a facultades expresamente conferidas por las leyes, mientras los ciudadanos podemos hacer todo lo “no prohibido” de forma explícita en las normas.
El detalle no es nimio e implica toda la diferencia entre ser un demócrata o comportarse como un déspota. Si se pretende pasar por lo primero entonces todas las decisiones se constriñen a los límites del derecho y eso implica intentar sólo aquellos actos de autoridad permitidos por la ley.
Y, ¿cómo se distingue un acto de autoridad revestido de legitimidad de una decisión despótica? La respuesta es simple: los actos de autoridad se fundan y motivan adecuadamente, mientras las acciones autoritarias resultan insostenibles a la luz del derecho.
Pero, ¿cuál es la traducción material de fundar y motivar las decisiones de una autoridad?
Fundar implica señalar la norma jurídica en la cual aparece la facultad para llevar a cabo el acto concreto. En el caso del “memorándum”, el Presidente debió tomarse la molestia de decirnos en cuál artículo, de cuál ley, aparece la facultad para ordenarle a sus subordinados obedecer los cinco “lineamientos y directivas” contenidos en el documento.
Motivar, por otro lado, implica señalar las razones por las cuales la norma citada como fundamento es aplicable al caso concreto.
En el ejemplo del memorándum, el Presidente debió argumentar cómo los artículos zutano o mengano le permiten ordenar a sus subalternos obedecer en adelante los “lineamientos y directivas” planteados y, en consecuencia, generan la obligación de aquellos de obedecerlos.
Quien lea el “memorándum” notará enseguida un sello de la casa lopezobradoriana: en ninguna parte de las poco más de dos páginas se cita un sólo fundamento jurídico ni, mucho menos, se explican las razones por las cuales los “lineamientos y directivas” serían de obligada observancia.
Una vez más, no se trata de un detalle menor, sino de un elemento de capital importancia en el contexto del ejercicio democrático del poder público. El Presidente es, sin duda, el superior jerárquico de los secretarios de su gabinete y, por ende, está facultado para instruirles, para darles órdenes.
Pero no puede girarles cualquier orden, sino sólo aquellas para las cuales tenga facultades expresamente contenidas en la ley. En este contexto, esgrimir como fundamento de sus instrucciones la idea de estar optando por la justicia, al haberla encontrado en conflicto con la ley es, además de una ocurrencia pueril, una soberana estupidez.
Por ello, lejos de ser un “acto justiciero”, el memorándum retrata la verdadera vocación del titular del Ejecutivo: de espaldas a su pretendido talante juarista y liberal, López Obrador en realidad exhibe un profundo desprecio por el estado de derecho y las obligaciones derivadas de éste.
La repetición de frases como “al margen de la ley nada, por encima de la ley, nadie”, queda claro, es tan sólo una pose, una máscara necesaria para dar solidez histriónica a un personaje largamente construido y exitosamente vendido a los electores.
Con ello se demuestra, una vez más, lo sostenido en este espacio en múltiples ocasiones: López Obrador no es un demócrata, sino un individuo con peligrosas pulsiones autoritarias quien recurre a la Constitución, a las leyes y a la historia sólo cuando conviene a su agenda autocrática, pero las ignora y pisotea, sin consideración alguna, cuando le viene en gana.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx
Carlos Alberto Arredondo
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