La chica azul
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Señal de que me estoy haciendo viejo #13: No pienso ver “Suicide Squad” (ahora en cines). El reciente estreno veraniego no me llama, no me interesa y, lo que es más, siento que esta peli, junto con la actual producción en serie de adaptaciones de historietas, ya me repelen.
Son productos tan huecos como la cabeza de los ejecutivos que los alumbran. No hay arte, mero oficio, y se remite exclusivamente a los aspectos técnicos; que si le invirtieran al guión la mitad de lo que le meten al CGI, tendríamos en cada peli de éstas algo digno de Bergman.
Pero no, el advenimiento de las tecnologías fílmicas hace de cualquier pedazo de papel con monigotes un potencial éxito de taquillas y de cualquier mentecato tecnificado un realizador. Y no, no renegaré de mi pasado comiquero, pero creo que mejor me guardaré esta pasión junto a otras polvorientas nostalgias, en la repisa donde los clásicos del género aguardan pacientes a que les eche un nuevo vistazo.
Si usted como yo recuerda al cine como una experiencia estética que, acompañada de palomitas y refresco gigante, intenta revelarnos algún aspecto concreto ya sea de la naturaleza humana, del significado de la vida o del universo, entonces le recomiendo encarecidamente la cinta que hoy se estrena en la ciudad: “Janis. Little Blue Girl”.
Traducida por el mismo retrasado mental de siempre como “Janis. La Chica Azul”, este documental (sí, no es un melodrama) une con maestría y ritmo geniales los puntos en una historia muy conocida pero poco comprendida, para que al final tengamos un retrato más fiel de la malograda diva rockero-bluesera, la legendaria Janis Joplin.
Lo mío son las bandas de rock, no las diosas del blues o del soul psicodélico. Pero créame, es imposible no irle cogiendo un renovado respeto a esta artista conforme avanzan los minutos de este filme que reseñan sus pocos años de vida.
La magia de este documental es que ilustra en forma muy clara el proceso mediante el cual un ser humano metaboliza su dolor en arte.
Sucede que la adolescencia de esta chica nacida en un pueblete de Texas en 1943 (sólo imagínese el contexto), fue tan desilusionante que si no fuera historia verídica, el guionista sería despedido por predecible.
Janis sufrió primero el rechazo por ser una chica estudiosa, por leer, pintar y ¡por no ser racista! Más tarde, cuando las hormonas hicieron lo suyo en su cuerpo, la llamaron cerda, amante de negros y freak o fenómeno, y es que el acné marcó severamente su rostro, pero ésas eran apenas las cicatrices visibles. Su peor momento (y en el documental lo escuchamos de viva voz) lo vivió cuando, en el baile de coronación, fue votada como ¡rey feo! Trate tan sólo de imaginar lo que eso le hace a la autoestima, al corazón y al espíritu de una niña.
Seguro que de haber tenido poderes telekinéticos como Carrie habría acabado con todos en aquel infame baile, pero los súperpoderes de Janis eran muy diferentes.
Gracias a que, por no ser lo suficientemente bonita, compartía con los afroamericanos el rechazo y el desprecio de una sociedad retrógrada, conoció de ellos su música más genuina, el blues; y es allí que entendemos que lo que lo vuelve especial es el dolor de quien lo canta, cualidad que no se puede aprender, fingir, ni actuar.
Descubrir que podía cantar como sólo los pisoteados pueden hacerlo, la puso pronto al frente de una banda rumbo a California. Al poco tiempo su familia acudió a una de sus actuaciones y, luego de verla desenvolverse en el escenario, transformada en algo completamente distinto a la hija que recordaban, algo monumental y; sin embargo, igual de vulnerable, aceptaron: “creo que la hemos perdido para siempre”.
No se equivocaban, ahora pertenecía al mundo. Sin embargo, ni el éxito ni la aceptación asociada a éste, sanaron sus heridas añejas.
La película, que es en realidad de lo que lo que estamos hablando, no se regodea en el morbo por las adicciones de la Joplin que la condujeron a su muerte (y consiguiente ingreso al Club 27), sólo las asume, al igual que su talento al micrófono, como una consecuencia lógica del dolor no resuelto y de necesidades que no son debidamente atenidas. Por ello, las únicas veces que esta condenada estuvo cerca de una redención, fue gracias al amor.
Los gobiernos (los nuestros y los de casi todo el mundo) insisten, en cambio, que el gran enemigo a vencer son las drogas y en ellas encuentran excusa para un elevadísimo e inútil gasto público así como para un montón de problemas sociales que por completo los rebasan.
De acuerdo con nuestros gobernantes, la lucha armada contra las redes de distribución, el endurecimiento de la prohibición y la “concientización” mantendrá a nuestros jóvenes a salvo de las destructivas adicciones. Se equivocan –y creo que la Joplin me daría la razón–: es el dolor lo que crea un vacío imposible de llenar; dolor como el provocado por las humillaciones que ella padeció o el dolor por la disfuncionalidad de nuestras familias o el dolor por la ínfima calidad de vida que llevamos o por el corto alcance de nuestras expectativas.
No, señores, la droga siempre ha estado y estará presente. Su lucha es una mera excusa para tapar su incapacidad. Lo que se necesita es una sociedad de gente fortalecida que sea resistente a las adicciones.
Pero cada peso que nos escamotean nuestras corruptísimas administraciones, cada millón que desvían del bienestar social a sus cuentas personales, arroja a nuestros jóvenes a la droga, legal o proscritas, blanda o dura, porque les roban sus expectativas y su futuro.
El dolor que destruye vidas nos lo puede infligir cualquiera: nuestra propia familia, nuestros compañeros de clase o de trabajo y es en todo caso criminal, pero cuando viene de un gobierno es genocidio, sistemático e institucionalizado.
Creo, como ya dije, que Janis no me dejaría mentir. Compruébelo, vaya a ver a “La Chica Azul” que, como las mejores películas, se exhibirá en una única sala en toda la ciudad, con una sola función diaria.
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