La injusticia del Caballero de la Noche
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Se cumplieron 80 años –nomás– desde la primera aparición de Batman en el número 27 de Detective Comics, inofensiva revista de historietas que a la postre habría de convertirse en el imperio D.C., al cual pertenece la mitad del catálogo de superhéroes conocidos y del que el Hombre Murciélago es –junto con Superman– pilar y piedra fundacional.
Al arribo de las ocho décadas y en honor a la verdad, Batman llega bastante traqueteado, tomando en cuenta que es sólo un personaje de ficción y que otros, como el Pato Donald (85), lucen mucho mejor que él.
Por alguna razón, lo que fue concebido como entretenimiento para chamacos se volvió en objeto de culto de pelados “labregones” que nomás no quieren dar el paso hacia la vida adulta (porque es básicamente la antesala de la muerte).
Pero especialmente, el paladín de Ciudad Gótica ha corrido con una suerte muy extraña. Hasta antes de la adaptación de Tim Burton (1989), la encarnación más conocida del encapuchado era el serial de los años sesenta, que en tono de guasa –válgame la expresión– explotaba el absurdo de tener un campeador en mallas.
Las fantasías estilizadas de Burton agradaron a un nivel masivo, pero luego los mismos productores se encargaron de desgraciar la franquicia fílmica contratando al realizador Joel Schumacher para que la volviera a hacer liviana y bufonesca, aunque de aquella saga derivó una memorable adaptación en animación.
Luego el venerado cineasta Chris Nolan ofreció en el otro extremo del tono dramático, su visión eminentemente lóbrega con la trilogía del Caballero de la Noche y fue que todo valió chichis de murciégalo porque, aunque agradó a críticos y a fanáticos, excluyó todo rasgo de candidez o inocencia inherente a las historias de superhéroes y sólo los inadaptados insisten en que así debe abordarse al personaje –con una seriedad y gravedad sepulcral–, mientras que la casa Marvel les come todo el mandado con sus comedietas de acción familiares.
Después del fracaso que significó el trabajo de Ben Affleck (que le aportó al personaje lo mismo que los mayas a la humanidad: cero) y el repudio que ha recibido de antemano el proyecto que habrá de estelarizar Robert Pattinson, auguro que las efigies de sendos actores serán agregadas sin mayor demora al museo de los Batiolvidables, junto con Val Kilmer y George Clooney.
Pero la peor crisis de credibilidad que afronta el encapuchado no es con los timoratos y buenos para nada citagotiquences –que no son capaces de detener ni a un delincuente regordete y rengo disfrazado de pingüino–, sino en nuestra más comiquera realidad.
La controversia en torno al psicópata vigilante nocturno está en sus orígenes y no nos referimos con esto al asesinato de sus padres, el doctor Thomas Wayne y doña Martha viuda de Wayne (es que el doctor murió segundos antes), sino a sus progenitores intelectuales.
Sucede que durante décadas se ha otorgado el crédito absoluto a Bob Kane (1915-1998) como creador único del emblemático héroe. Un jovial Kane fungió, durante las postrimerías de su vida, como un showman al servicio de la maquinaria promocional de todo lo relativo al personaje (el mismo caso de su contraparte Marvel, Stan Lee).
Pero investigaciones recientes han venido a revindicar al escritor Bill Finger como un autor de igual o mayor importancia que Kane en la configuración del universo del encapotado.
De acuerdo a lo que hoy se sabe, Kane ideó bajo encargo a un vigilante de antifaz, leotardo (de color rojo) y capa rígida, como un planeador.
Antes de presentar su proyecto, Kane pidió –afortunadamente– ayuda a su colaborador, Finger, quien reformó por completo aquella idea incipiente.
A Finger se le atribuye la apariencia definitiva de Batman (traje con capucha y capa en gris y negro, con el logotipo de Bacardí en el pecho), la creación del nombre de Bruce Wayne y los hechos concernientes a su asesinato, la baticueva, el batimóvil (¡hasta la batidora!), la creación de Robin, del Joker, el Acertijo, la Gatúbela, el Comisionado Gordon, la “Ciudad Gótica” y hasta el apodo de “Dark Knight”.
Resultado: Finger murió en la pobreza, el anonimato y casi el olvido absoluto, de no ser porque gente muy necia se dio a la tarea de desenmascarar la falsedad en que estaba cimentado un imperio que –muy de niños y lo que usted guste– pero vale (pese a las malas pelis) millones y millones de dólares.
Finger jamás recibió reconocimiento alguno (no digamos dinero) por sus aportaciones hasta la cinta “Batman V Superman. Down of Justice” de 2016 (y de haberla visto, yo creo que habría preferido que no involucrasen su nombre en ese bati-dillo). Pero fue hasta entonces, casi cuatro décadas después de su muerte, y muy a regañadientes del imperio D.C. Warner, que el pobre Bill Finger recibió algún crédito como creador, junto al nombre del logrón y abusivo de Bob Kane.
Lo acaecido con Finger era perfectamente legal, dentro del marco del derecho de la propiedad intelectual: él vendió el fruto de su imaginación a alguien que supo hacer de ello una empresa multimillonaria.
Pero nos sirve como recordatorio de que legal no significa necesariamente justo.
Que lo falle un juez o lo determine una autoridad lo vuelve legítimo, sí; pero no lo convierte per se en un acto de justicia.
La conclusión de estas reflexiones, ya lo sabe, llegarán hasta usted el próximo jueves, a la misma batihora, por el mismo baticanal.
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