La luz en la ventana
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Se acerca la noche, el día le ha resultado interminable. A través de la ventana observa con desconsuelo que ha llegado a su fin, que la oscuridad lo va atrapando todo, paulatinamente. Las sombras se apoderan de cada rincón, del buró donde están sus medicinas y del piso, del cual en otros tiempos se sintiera tan orgullosa, pues le daba lustre una y otra vez.
Hoy eso ya no es posible, se pregunta por qué no puede hacerlo más. Le resulta sorprendente, porque además de lustrar los pisos era capaz de atender a la familia y de preparar los alimentos. Se fue resignando a cada falta de habilidad, aunque le costase trabajo reconocerlo. Depende de alguien para poder hacer sus actividades diarias. Desde hace unos meses lleva una rutina y a ella se atiene, ya conforme. Es bueno que no deja de apreciar las cosas distintas que ocurren a su alrededor: su curiosidad le viene desde niña, y así, gusta de escuchar y tratar de reconocer las aves por su canto matutino.
Es la mejor hora del día, la mañana: cuando amanece y la luz entra a raudales por la ventana, a la que alguien ha retirado las persianas. Hay oportunidad de ver lo que hay fuera, en la calle. Oye palpitar a la ciudad: de amodorrada en los primeros minutos se va convirtiendo en bullicio constante; el tráfico por esa zona se agudiza al mediodía. Seguramente, piensa, se acerca la hora de la salida de los niños: momento también para ella de cumplir su rutina: la de la comida.
La tarde se va acomodando, despacito, en su habitación: salir a dar unos pasos, ha recomendado el médico. Se anima cuando quien la acompaña esta tarde está dispuesto con ella a conducirla al patio. Se refresca la cara. Dar un paso tras otro la estimula, como cuando llega el nieto y le lee un fragmento de poesía con que se ha cubierto de emoción ante la llegada de la primavera. Tanto él, como ella, encuentran fascinación en las palabras. Para ella, el eco de las voces que antaño fueran su recuerdo está inscrito en la del hijo de su hija. “Tan bien parecido, tan adolescente, tan grande ya”.
Se envuelve en una brisa de frescura cuando se aleja: y ella extraña el momento en que vio a su hija de la edad del chamaco: “Nunca pensé que pasarían así los años; me la imaginé siempre niña, detenido el tiempo”.
Ay, pero este cansancio. Este cansancio que la acompaña de manera permanente. Busca en sus recuerdos y a ratos prefiere dejarlos a un lado para enfocarse en lo que hará en el siguiente momento. ¿Qué sigue? ¿Quién vendrá esta tarde?
Con la acuciosidad que la acompañó toda la vida, deletrea las medicinas de nombres tan complicados para los complicados padecimientos de la edad. Toma cada uno de ellos con estricto horario y se va sintiendo adormilada.
La luminosidad se desvanece. La habitación adquiere un apastelado color verde, pues ese es su color, iluminados los espacios con luz eléctrica. El sol se va ocultando y la ventana muestra entonces las persianas que serán retiradas puntualmente por la mañana.
Paz, tranquilidad; a ratos mucha soledad.
La escritora y periodista Ángeles Caso lo dice de una manera dulce, con palabras sencillas: “En este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura de mis amores y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos. Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las músicas
Un instante de belleza a diario
”.
María C. Recio
EL JUEGO DE LAS ESFERAS