¿Revolución, señor Madero?
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Al triunfo de la revolución de Independencia en 1821, las luchas internas por el poder en México se volvieron interminables. Liberales contra conservadores, golpes de Estado, anarquía política, inestabilidad económica y militares populistas, oportunistas y rufianes como Antonio López de Santa Anna, causaron el debilitamiento del País. Esto fue aprovechado por Texas al declarar su independencia del territorio mexicano, acto que después detonó una cruenta guerra con los Estados Unidos, donde perdimos más de la mitad de nuestro territorio.
Pasaron décadas de incertidumbre y una nueva intervención extranjera que nos amenazaba ahora con los franceses bajo Napoleón III. Y a pesar de que “las armas nacionales se cubrieron de gloria” en Puebla, el ejército francés logró imponer a Maximiliano como emperador. La guerra continúa hasta 1867 con la ejecución del austriaco en el Cerro de las Campanas. Era el triunfo de la República.
Y Juárez, el indio de Guelatao, se dispuso a llamar a la conciliación nacional y la reconstrucción. Sus planes para la nación eran ambiciosos, claro, con él al frente. Solo una oportuna aflicción cardiaca lo salvó de eternizarse en el poder y con ello su lugar en los altares nacionales.
Pocos años después de su muerte, otro oaxaqueño, también héroe de la guerra contra los franceses, empezó a gobernar México. Don Porfirio Díaz llega la Presidencia poniendo fin a décadas de anarquía. Para ello instrumentó un férreo control político y militar, era la paz porfiriana lo que se necesitaba, de acuerdo con su visión, para el desarrollo económico y la modernización.
Y como nuestra imagen en el mundo estaba muy maltrecha, don Porfirio se decidió a restablecer relaciones con las potencias extranjeras y atrajo inversión privada. Para finales de 1892, había logrado acuerdos y tratados comerciales con Francia, Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos.
Los Estados Unidos eran un mercado casi ilimitado para los productos mexicanos. En 1900, el comercio era de 63 millones de dólares entre los dos países, frente a solo 7 millones de dólares en 1880. Las finanzas públicas no podían estar mejor con el brillante José Yves Limantour, secretario de Hacienda que renegoció la deuda externa, saneó las arcas nacionales y manteniendo tasas de interés estaban debajo de 5 por ciento. El ferrocarril, expresión de la modernización del porfirismo, había crecido de 580 kilómetros instalados en 1876, a más de 11 mil 500 en 1910.
Pero siempre hay un pero. En la parte social, la esclavitud aún era permitida, la clase trabajadora empobrecida y los campesinos mancillados por los terratenientes. Para no continuar el encono de Juárez con la Iglesia, don Porfirio prefirió voltear la vista y la Iglesia recuperó buena parte de su libertad de acción previa. De las libertades políticas, de expresión y la tolerancia a la crítica, se pensaba estorbaban al buen crecimiento de México y mucho menos pensar en elecciones libres, eso les restaba capacidad para seguir gobernando con eficacia la nación. Se pacificaba con las armas, la amenaza o la cooptación de los disidentes políticos. Solo unos necios hermanos Flores Magón y otros de apellido Madero, que no se cansaban de molestar pidiendo la renovación del régimen.
Una molestia, pero nada que impidiera a don Porfirio Díaz llegar a 1910, con 35 años casi ininterrumpidos como presidente de México, un País en crecimiento, instituciones públicas consolidadas y un periodo sin precedentes de paz y prosperidad.
Celebró en septiembre el centenario de la Independencia con gran pompa, inauguró el monumento a la victoria alada y todo parecía felicidad. Así que la mañana del 19 de noviembre de 1910, Porfirio Díaz pudo preguntarse al leer que un día después, había sido marcado como la fecha en que Madero, hacia un llamado nacional a tomar las armas para deponerlo y el viejo dictador debió pensar: ¿Revolución, señor Madero? Por favor, aquí está todo bajo control. Ocho meses después, abordaba el Ypiranga para nunca volver. Murió en su exilio en París y su tumba se hace cada vez más vieja en el cementerio de Montparnasse. Nadie se atreve a pedir que sus restos sean trasladados a México. Es el destino de los tiranos.