Sí pasa
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No pasa nada. Es el camino de todos los días, la transitada vía cotidiana, y sabe que en unos metros se topará con el anuncio de “Ceda el paso”, el cual obliga a uno y otro conductor a detener su auto en el cruce. Lo mismo viene pensando el chofer del otro carro: “No pasa nada”. Pero sí pasa.
“No pasa nada”, se asegura a sí mismo. Viaja acompañado y viene conversando. Al frente, a lo lejos, el semáforo en ámbar. La mirada se fija en la luz y olvida cuanto hay a su alrededor: si cruzan peatones; si los autos arrancan en su derecho de luz verde. “No pasa nada”, se convence. Pero, de hecho, pasa todo.
“Es de aquí a la tienda. No pasa nada”. Ha decidido no ajustarse el cinturón de seguridad. “Sólo será una cuadra y media y lo mismo de regreso a casa”. Es el garrafón del agua lo único que tiene que comprar. ¡Vaya cosa sin importancia! “Voy, vengo. No pasa nada”. Arranca. Acelera. Sí pasa.
Es la mitad de la calle y los autos vienen a velocidad moderada. ¿La policía de la esquina? “No se da cuenta, creo que tampoco le importa si cruzo la calle antes, mucho antes de llegar a la esquina”. Cruza entre los autos, seguro de que nada pasa. Ni siquiera mira del lado en que viene el tráfico. De nuevo, “no pasa nada”. Sí, pasa.
A unos metros, el puente peatonal. Pero eso exactamente a unos metros. Y se trae prisa por llegar. Cálculo mental: los minutos extras que se perderán en subir, en recorrerlo y en bajar en el otro extremo. Salvar más distancia. “No, no pasa nada”. De nuevo, sí.
“Es únicamente una llamada, o ¿qué?, un pequeño mensaje de texto, apenas unas palabras para avisar que estoy en camino. Tal vez una fotografía, mirarla por segundos. No pasa nada. Puedo hacer varias cosas a la vez. El tráfico es lento en este momento”. ¿Prohibido el celular mientras se conduce? Sí. Pero, en realidad un momentito, total, no pasa nada. No, sí pasa… de nuevo pasa.
Es cruzar a toda prisa cuando el semáforo ha ido definitivamente al ámbar o al rojo; es conducir sin cinturón de seguridad; es tratar de ganarle el paso a otro vehículo; es no utilizar los puentes peatonales; atravesar las calles a mitad de ellas, entre los carros, distraída la mirada sin atender el tránsito, a veces solo; a veces con la familia completa.
Es echarle una ojeada al celular mientras se conduce; escribir mensajes de textos o contestarlo e iniciar una conversación. Es manejar a velocidad mayor que la del límite permitido en la entrada de las escuelas o con las condiciones climatológicas en contra: neblina, llovizna.
Es lanzar las luces al conductor que va morosamente (40 kilómetros en donde claramente debe manejarse a 40 kilómetros) porque se va con mucha, mucha prisa. Y, entonces, desconcentrarlo y provocar un accidente porque la prisa es de 80 kilómetros por hora.
Es beber hasta emborracharse y atreverse a tomar el auto; circular con él y adoptar medidas precautorias para evitar los retenes antialcohol, pidiendo informe a los amigos por dónde estarán situados para evitarlos.
Entre lo que pensamos que ocurrirá y lo que de verdad ocurre hay una distancia astronómica, que da la medida, a veces, entre la vida y la muerte.
Es eso lo que está pasando en nuestra ciudad, registrado día con día en cualquiera de nuestras vías, ya en pleno centro, ya en las colonias del norte o del sur; del este y el oeste.
No se ha atendido con la determinación, firmeza y vigilancia debidas. Pareciera que no pasa nada. Pero, en realidad, de nuevo, una y otra vez: sí pasa.