El feminicidio de Monse es una historia que no debió contarse. Es una historia donde los hubiera calan hondo: si en la escuela hubieran alertado, si la vecina hubiera hablado, si la hubieran dejado con el padre adoptivo, si Pronnif, DIF o alguien hubiera actuado. Pero los hubiera no existen y hoy tenemos que hablar de Monse.
- 29 abril 2024
Dice la gente de acá que tú antes de nacer, de que te trajeran al mundo, de que salieras del vientre de tu madre, ya habías sido abandonada.
Y ahora, a más de un mes de que te fuiste para siempre, la gente del pueblo de General Cepeda no hace otra cosa que hablar de los “si hubiera...”.
Si tu madre te hubiera regalado con aquella joven mujer que no podía tener hijos serías una niña feliz.
Si las maestras de tu Escuela Primaria Federal “Doctor Jesús Ramos” hubieran reportado las veces que llegabas golpeada y tus frecuentes ausencias, todavía estarías aquí.
Si tu abuela Rosario te hubiera rescatado del maltrato que sufrías y llevado con ella, vivirías.
Si te hubieran dejado quedar con tu padre adoptivo, el hombre que te dio algo más que su apellido, ahora estarías jugando con tus primas a las monas, a pasear en bicicleta o a mecerte en el columpio.
Si tus vecinos hubieran sabido de los nueve meses de terror que pasaste al lado de tu madrastra y tu padre biológico, no existiría esta historia, la historia de tu muerte.
Y que si la Pronnif, el DIF o el CAIF del pueblo, hubieran tomado cartas en tu asunto, tú no estuvieras sepultada en la última y solitaria tumba del panteón del ejido San Juan de la Vaquería, en Saltillo.
Si hubiera, si hubiera, si hubiera...
EL HUBIERA NO EXISTE
Pero el hubiera no existe y ya no importa.
Tu desgracia, cuenta la gente del pueblo, había comenzado desde antes de que nacieras, de que te trajeran al mundo, de que salieras del vientre de tu madre.
Desde entonces ya habías sido abandonada.
“Desde que la niña estaba en la panza de Gaby, su mamá, ella amenazaba con suicidarse, que quería abortar, se pegaba. Desde que la niña estuvo en la panza ella ya no la quería, se pegaba en el estómago y decía ‘yo no la quiero tener y por tu culpa estoy así y por tu culpa...’. Pobre niña, nomás vino a sufrir”, dice de ti una amiga de Gabriela, tu madre.
Por ese tiempo Gaby, tu mami, como tú le decías, trabajaba en calidad de acompañante de hombres en las cantinas que están a las afueras y en el centro del pueblo.
Hasta que en uno de esos sorpresivos exámenes sanitarios, que muy a veces practican las autoridades de salud en este tipo de lugares, resultó que tu madre estaba embarazada, de ti.
A partir de entonces los propietarios de los bares le prohibieron la entrada.
“Pero incluso embarazada tomaba, no la dejaban entrar, y se quedaba afuera esperando a ver quién la levantaba de clientes. Estaba frustrada porque, como salió embarazada, ya no podía trabajar y quería andar en el ambiente”, platica una compañera de andanzas de tu madre.
Tu padre, les confiaría más tarde Gaby a sus conocidas, era un señor Sanjuán Ledesma Meza, mecánico de oficio, dueño de un negocio de lavado de autos y habitual parroquiano de las tabernas del pueblo.
Sanjuán, aseveran las amigas de tu madre, había desconocido en todo momento ser tu padre, que por vergüenza, piensan.
Por eso la gente de acá dice que tú antes de nacer, de que te trajeran al mundo, de que salieras del vientre de tu madre, ya habías sido abandonada.
Tu madre, contigo en su panza, había seguido su vida a las puertas de las cantinas.
“Consumía cristal, embarazada y embarazada se emborrachaba”, cuenta de tu mamá una chica mesera de un bar, que la conoció de cerca.
Una de esas noches que tu madre solía venir a cenar a la mesa de una famosa taquería del pueblo, aun estando embarazada de ti, ofreció regalarte con la hija de la dueña del negocio que entonces no podía tener hijos.
“Dijo ‘es que yo no quiero a la bebé, te la doy’, mi hija le dijo ‘sí, yo me quedo con ella’. Ya después Gaby le pidió un dinero, que para ir a hacerse un eco, mi hija se lo dio y Gaby ya no volvió”, relata la propietaria de la taquería que pudo haber sido tu abuela, pero que no fue.
Y Gaby ya no volvió, se desapareció contigo en su vientre y no volvieron a saber más de ella, hasta que pasó lo que pasó.
“Hasta ahora sabemos que Monse era la niña esa que iba a ser de aquí. La niña aquí estuviera en buenas manos, dice mi hija ‘esa niña fuera mía’”.
Pero el hubiera no existe.
LA NIÑA CARIÑOSA
Meses más tarde los vecinos de la calle Viesca, colonia El Carmen, en General Cepeda, te vieron llegar en brazos de tu madre, aquella muchacha alta, espigada, aperlada piel, cabello rubio artificial, a vivir en aquella casa de renta tipo Infonavit.
Venían acompañadas de Gilberto Hernández, un chofer de camión, el hombre que te daría su apellido, Cristal Monserrath Hernández, tu padre adoptivo, la pareja de tu mamá, al que Gaby había conocido entre música de rockola y el humo de cigarro de las cantinas.
“Cuando vino a dar la muchacha ái traía a la niña chiquita, de meses, pero después se cambió de casa y ya no la volví a ver”, recuerda de tu familia la anciana dependienta del estanquillo del barrio.
La casa a la que luego se habían mudado era la casa de la madre de Gilberto, la suegra de Gaby, tu mami.
Entonces tendrías tú algo así como cinco años.
“Estaba chiquita Monse”, dice una de tus tías.
Que estabas chiquita.
Gilberto te quería mucho, asegura la gente del pueblo, te mimaba.
Siempre, luego que salía del trabajo, llegaba a casa con dulces para ti, lo que quisieras, comida china, pizza, lo que quisieras.
Una familiar de Gilberto dice que en todo ese tiempo tu abuela materna, doña Rosario, no vino a verte, a visitarte, ni un solo día.
“Era Gaby la que siempre decía, ‘voy con mi mamá’”.
A pesar de eso tu infancia transcurría, en apariencia, feliz.
A pesar.
Ansiabas jugar con tus primas, las niñas del hermano de Gilberto, a ratos a las monas, a ratos a andar en bici, a ratos a darse vuelo en el columpio que Gilberto había hecho colgar de un árbol del patio.
“Gaby sí maltrataba mucho a la niña. Le pegaba, ¿cómo?, ¿dónde?, donde le cayera la mano. En una ocasión le dije ‘le vuelves a pegar que yo esté, te voy a agarrar así como la agarras tú a ella para que sientas lo que ella siente’, pero la niña era alegre a pesar de cómo la trataba Gaby”, dice de ti una vecina cercana a la familia de Gilberto.
A pesar.
UNA INFANCIA DE OMISIONES
En esa época te habían inscrito al kínder “Leonor López Orellana”, de General Cepeda.
A tus maestras aún les cuesta olvidar a aquella niña delgadita, láctea piel, de cabellos como cascada, afectiva, cariñosa, dulce, inteligente, que gustaba de convivir con sus compañeros de aula y que parecía sentirse segura en su kínder.
“Trataba ella, a pesar de que no tenía una buena relación con su madre, de sacar lo mejor, me imagino”, declara una profesora de tu kínder.
Todas las mañanas las madres del pueblo te miraban llegar al jardín de niños con aquella muchacha de aspecto un tanto distraído, tu madre, empujando una carriola con un bebé, tu hermano Gael, el hijo que habían procreado Gilberto y tu mamá Gaby, y que apenas y era un bebé de carriola.
Las maestras del preescolar no habían terminado por acostumbrarse a verte con las piernas pletóricas de moretones.
“La niña traía moretones en sus piernitas. Entonces le pregunto yo a la mamá que qué pasaba y decía, ‘no, qué cree que se pegó, se pega’, le digo, ‘pero ya son muchos moretones oiga’. Se le veían moretones, como que le daban de patadas en sus piernitas. La niña sí decía que le pegaba la mamá, además faltaba mucho el kínder”, narra otra profesora que supo de tu drama.
Otras veces tu mami te llevaba al kínder sin calcetas y las docentes del “López Orellana”, le mandaban llamar.
“Le mandé hablar porque la traía sin calcetas, con zapatos, pero sin calcetas, le digo ‘oiga no, a la niña no me la puede mandar así, ¿por qué me la manda así?, es su obligación como mamá traer bien a la niña”.
¿Te acuerdas del día que tu maestra les pidió a ti y a tus compañeros que investigaran el porqué de sus nombres y lo expusieran en clase?
“Le tocó a ella y me dice, ‘yo me llamo Cristal Monserrath, y mi mami me puso Cristal porque cuando estaba embarazada de mí consumía Cristal’. Tuve que hablar con la mamá por esa situación, que qué estaba pasando ‘señora’ y dijo ‘es que yo estoy en recuperación, porque sí consumía cristal’”, así lo evoca la que fuera tu maestra.
Otra amiga de tu madre cuenta de la vez que fue para conocerte a la casa de la colonia El Carmen, donde Gilberto las había llevado a vivir después que naciste.
Tu mamá y tú se hallaban recostadas en una cama colocada en la primera pieza.
“Ella se drogaba con el cristal enfrente de la niña chiquita. Estaban acostadas, la niña acostada, y ella con ‘el foco’”.
De repente, sin más ni más, tu madre te sacó del kínder, te dio de baja antes de que te graduaras, de que concluyeras el tercer año.
Que se iban para Saltillo, dijo.
Y la gente de General no volvió a saber más de ti, hasta el día que pasó lo que pasó.
La familia de Gilberto se había opuesto a que te llevaran.
Que te dejaran con ellos, le rogaron a tu madre, pero Gaby que no, y no quiso.
“La niña siempre quería estar con nosotros, le pedimos que nos la dejara y decía ‘ay no’. El mismo Gil le dijo que si no la quería se la dejara, pero ella de plano no quiso nada”.
La gente del pueblo dice que si te hubieras quedado con Gil en General Cepeda, tal vez tu historia fuera otra y esta historia no se estaría contando.
Pero el hubiera no existe.
Ni cómo regresar el tiempo.
APARECE EL PADRE BIOLÓGICO
De tu vida en Saltillo nadie aquí sabe nada.
La ciudad ya era tan grande que hubiera sido difícil, por no decir que imposible, seguirte el rastro.
En cambio, al pueblo llegaban rumores de que alguien había visto a Gaby, tu madre, deambulando contigo y tu hermanito Gael por las calles del centro, pidiendo dinero.
“Dicen que andaba ya muy mal en las drogas, en situación de calle”, cuenta de tu madre una vecina de General.
Quién sabe.
Lo cierto es que un día, nadie sabe bien a bien si fue en junio o agosto de 2023, a los vecinos de la colonia Buenavista, calle de La Fuente, les sorprendió verte llegar a la casa con fachada verde donde vivían Sanjuán Ledesma Meza, del que se decía era tu papá biológico, y su pareja, una señora, chaparrita, morena, pelo chino, Rosa Heidi Olmedo Morales, que tenía cuatro hijos de padres distintos, una nena, más o menos de tu edad, tres varoncitos, también menores, el último de Juan.
Juan y Heidi dijeron a la gente del pueblo que tu madre te había entregado con ellos, sin papel de por medio, un día que la encontraron contigo y tu hermano Gael deambulando en el centro de Saltillo, como perdidos, pidiendo caridad. Tendrías entonces unos siete años.
“Gaby le dice a Juan ‘¿sabes qué?, llévatela. No tengo qué darle, no tengo dónde vivir. Es tu hija, debes de cuidarla. Yo me voy a ir a rehabilitar, ¿cómo ves?’”, refiere una amiga de Heidi, la que más tarde sería tu madrastra.
Para muchos en ese momento comenzó tu tragedia, pero la verdad es que antes de nacer, de que te trajeran al mundo, de que salieras del vientre de tu madre, tú ya habías sido abandonada.
Semanario buscó a tu abuela Rosario para que contara su verdad en esta historia, pero dijo que no podría por cuestiones de trabajo.
“¿Y no lo puede hacer sin mí?, hágalo sin mí, es que tengo mucho trabajo”.
¿Quién es Heidi?
La gente del pueblo se asombró de ver entrar por la puerta de la primaria “Doctor Jesús Ramos”, a aquella niña de uniforme bien planchado, mochila nueva, flamantes zapatos, que hacía tiempo había desaparecido de General Cepeda, sin dejar huella, con su madre.
Eras tú.
“Coincidimos en la escuela. Le digo a Heidi, ‘¿y esa niña?’, dice ‘es la hija de Juan y Gaby ¿Te acuerdas de Gaby?’, ella le decía Gaby La Loca, dice ‘¿qué crees?, que Gaby La Loca nos dio la niña’, y dice, ‘oye, ¿no sabes quién tenga un uniforme?, porque la niña va a entrar a primero’, y dijo ‘nada más que anda muy sucia, hay que limpiarla y bañarla todos los días’. El primer día de clases yo veo a la niña con su mochila, zapatos y uniforme nuevos, la veo muy limpia... Yo la vi como una niña normal”, relata una conocida de tu madrastra.
Y parecía que las cosas marchaban sobre ruedas.
Todos los días, a la hora del recreo, Heidi se apersonaba a las puertas de la escuela para dejarles lonche a ti y a tus recientes hermanos.
A la hora de la salida iba por ustedes para llevarlos a casa.
Tus vecinos de la Buenavista te recuerdan como una niña alegre y nada más.
De vez en vez te miraban jugando en la calle con Yuli, la hija de Heidi.
“De primero sí las traía con mucho vestido a las dos, sus chonguitos, sus moñitos, muy bien. Ya después a Monse no la vimos”.
Que ya después no te vieron, dice una de tus vecinas.
Solo tú, tus verdugos y acaso tus medios hermanos, saben lo que realmente ocurría detrás de la puerta, bajo los techos y entre los muros del 512.
De Heidi, tu madre postiza, dicen los que la conocieron bien que era posesiva, canija, impulsiva, dominante, agresiva, salvaje a la hora de golpear, que se prendía rápido y no medía consecuencias.
“Por ejemplo, si los niños estaban jugando y empezaban a palear, ella con la pura mirada los sentaba: ‘¿Qué te dije?’, y ya. ‘Saluden’, los niños saludaban, ‘¡cállense!’, los niños se callaban... así... Si andaban en la calle ‘métanse’ y era la tronadera de dedos, ‘métanse ya’, y se metían, le tenían miedo. Con una regañada los niños tenían. Luego le hacían un dibujo, ‘perdóname mamita’ o ‘mamita eres la mejor’ y se lo llevaban. Le decía yo ‘mira Heidi tienes muy buenos hijos, los niños a pesar de lo que les grites y que no los dejas ni ser, te aman mucho. Le decía yo, ‘admiro mucho cómo tienes educados a tus hijos’, y decía ‘ellos tienen qué obedecer. Con la que me cuesta es con la niña de Juan. Como que batallo para que me haga caso’”.
PRESENCIARON GOLPES, PERO CALLARON
Algunas veces los nenes de tu cuadra, que acostumbraban juntarse con los hijos de tu madrastra, habían presenciado las golpizas que, delante suyo, les propinaba Heidi usando, como máquinas de tortura, el cable de un ventilador, un palo de una escoba.
Otras los cacheteaba, los insultaba.
“Sí, les pegaba. Muchas veces vi que le pegó a Yuli, la niña de ella. Le decía yo ‘no ataques vieja, no es para tanto’, y respondía ‘no, la hija de su no qué tantas madres, perra, desgraciada, mierda...”, a su niña, ‘perra, mierda’, eran sus palabras”.
“Una vez vi que le pegó a Yuli, su hija. Estaba yo aquí afuera, no sé qué le dijo la niña, la agarró por la espalda y la aventó, nomás que la niña alcanzó a meter las manitas que si no yo creo que se hubiera estampado contra la pared. Le grité a Heidi ‘niña, la vas a matar, ya déjala’, dijo ‘nombre vecina es que es bien chiflada, a veces me desespera’, le dije ‘mándala pacá a que juegue con mis niñas’”, cuentan dos madres de familia que juran haberte visto jugando en la calle solo en contadas ocasiones.
Alguien, una voz anónima, reportó a Heidi a la oficina de la Pronnif en General Cepeda, pero nada pasó, que no hicieron nada, dice la gente.
“Me dice Heidi ‘ya arreglé, el licenciado fue a la casa, vio que tengo muy limpio y me dijo que alguien me quería perjudicar’, le pregunto, ‘¿pero terapia?, porque tus niños son muy calmados, te tienen miedo’, me contestó, ‘dice el licenciado que no la necesitan, que no le haga caso a la gente, que alguien me quiso perjudicar, que me cuide de las vecinas, que ellas me pusieron el dedo’. Los de la Pronnif no se metieron a profundidad”, confía una amiga de tu madrastra.
Andando los días apareció en el feis de Heidi una publicación donde se burlaba de su delator o delatores.
“Para esta persona que quiso perjudicar a mi familia, quedaste como payaso, cuida a tu familia que de mis hijos me encargo yo”, decía el mensaje.
Tus vecinos, conocidos, el pueblo todo, dicen ignorar la fecha funesta en que empezó tu verdadero martirio.
Si hubieran sabido, quizás, ahora no te echarían en falta.
Pero el hubiera no existe.
GOLPES FRECUENTES
¿Te acuerdas Monse, del día que tus amiguitos y tu maestra de primero te vieron llegar a la escuela con un ojo amoratado?
Que andabas brincando y te habías caído de una silla, se excusó Heidi, cuando las autoridades del plantel la llamaron a cuentas.
Después tus supuestas caídas se hicieron cada vez más frecuentes y evidentes.
Moretones en los tobillos, en las rodillas, golpes en la cara, un brazo quebrado.
“A veces la niña no salía a hacer ejercicio porque decía que le dolía todo, ‘es que me duele todo’, decía, pero nunca supe yo. Que le dolía un pie... que le dolía... Y ya yo le decía, ‘bueno mija, siéntate ahí’. Yo a la niña siempre la vi muy triste, pero pa’ saber... No sabemos lo que cada quien trae de su casa”, dice quien fuera tu maestro de educación física.
Tus vecinos afirman que ni los maestros ni los directivos de tu escuela reportaron tu caso a la Pronnif ni al DIF ni al CAIF de General Cepeda, que fueron omisos y que si acaso denunciaron las autoridades no hicieron nada.
Pero que más bien nadie dijo nada, de lo contrario se hubieran tomado cartas en tu asunto y tú seguirías viva.
Pero el hubiera no existe.
Y ni cómo regresar el tiempo.
Al menos en la Dirección General de Investigaciones Especializadas de la Fiscalía General de Coahuila, (FGC), no se tienen noticias de la violencia que padecías.
De pronto, así nomás, de la nada, de un día para otro, tus vecinos notaron que ya no ibas a la escuela, que a la escuela ya no te llevaron.
Sucedió, dicen, a mitad de ciclo escolar.
“Le digo a Heidi, ‘¿qué pasó con Cristal?’, y dice, ‘no, fíjate que yo sinceramente ya la quiero regresar, ya no la quiero’, le digo, ‘¿por qué?’, dice ‘es que la niña no me obedece, la niña se hace del baño, me tiene todos los colchones orinados, parada se hace del baño’, le digo, ‘pero eso no es normal Heidi, llévala con un psicólogo’, dice ‘no, yo ya le dije a Juan, ya tuvimos muchos problemas por eso, ya no la quiero, la niña no me hace caso’. Yo le decía que a lo mejor era miedo a algo, nervios y ella solamente decía que estaba chiflada, que a ella sí le daba mucho coraje y que sí le pegaba, que le daba la queja al papá y él también se molestaba”.
“Decía que ya estaba muy fastidiada con la niña, que porque se hacía pipi, ‘¿tú qué me recomiendas?, estoy bien harta’, dice, le digo ‘llévala a terapia psicológica, trata de ayudarla. A lo mejor la niña tiene traumas, no puedes saber por qué’, dice ‘no, yo sí le pego’ y ‘yo sí le pego’”. Le digo ‘¿con qué derecho le pegas, protégela tú del daño que no quieres para tus hijos?’, dice ‘pos yo sí le dije a Juan: si no pone remedio a tu hija yo me la voy a chingar’”, narra un par de conocidas de Heidi que se ofrecieron a completar este eslabón perdido de tu historia.
De los días venideros nadie sabe dar razón.
Solo que en el pueblo no te volvieron a ver más.
Como si tu vida fuera una película que de repente se pausara, se borrara, se distorsionara.
Y de un tiempo a la fecha la única vez que te verían tus amigos y vecinos fue en un ataúd.
“Dos, tres meses que salía a la calle y ya después no. Pensé que ya ni vivía aquí, porque ya no la miraba, nomás miraba a los otros niños de Heidi jugar ahí. Ya de tiempo le pregunté a Heidi, ‘bueno, ¿y la niña?, dice ‘no vecina es que fíjese que se cayó, se lastimó un bracito, pero no quiere ir al doctor’. Nos hubiera gustado haber ayudado a esa criaturita, pero pos no. Si hubiéramos estado enterados de lo que realmente estaba pasando ahí, pos hubiéramos hecho algo”, dice una de tus vecinas de la cuadra.
Que si hubieran, si hubieran, dice.
Pero el hubiera no existe.
Heidi tenía la manía de poner la música a todo volumen, así es que... si tu gritaste pidiendo auxilio nadie pudo nunca escuchar tu grito de dolor.
Un día la gente te vio yendo con Heidi por la calle, y se asombró de que en lugar de tus largos cabellos lacios llevaras puesto en la cabeza un gorro cremita, otros dicen que rosa.
Fue el tiempo en que se soltó el rumor de que tu madrastra te castigaba arrancándote el pelo a tirones, hasta el punto de dejarte sin cuero cabelludo.
“En enero, me dice mi niño, ‘mamá vi a Cristal, andaba con Heidi, pero ya trae un gorrito, ya no tiene su pelo, dice que se lo cortaron’, y dice ‘está muy delgada’”, platica la madre de uno de tus compañeros de clase.
Heidi había empezado a hacer circular por el pueblo el cuento de que tenías leucemia, que se te caía el pelo y que por eso ella te rapaba.
“Llegaba aquí con la maestra que la niña no venía porque estaba enferma”, comenta la conserje de la que sería tu escuela.
Sólo tú sabes de la tortura que habrías sufrido durante los nueve meses que duró aquel encierro.
TE MATARON, MONSE
La tarde del pasado 23 de marzo una noticia publicada en Facebook cimbró a General Cepeda.
Era el anuncio de tu fallecimiento, luego de haber permanecido internada por una semana en el área de terapia intensiva del Hospital Materno Infantil, en Saltillo.
Los médicos que te auscultaron, no sin azoro, habrían encontrado tu cuerpo como el de un crucificado:
Fractura de húmero izquierdo, hematomas en brazos y espalda, desnutrición, violación sexual y anal, golpes en la cabeza de diversa temporalidad, heridas en oreja, mejilla, abdomen, piernas, glúteo y el traumatismo en el cráneo, que te provocó la muerte.
Ocurrió, según las pesquisas de la Dirección General de Investigaciones Especializadas de la Fiscalía General de Coahuila, (FGC), después de la última golpiza de Heidi, que ya no reaccionaste, que te quedaste tirada en el suelo, inconsciente.
Sanjuán, del que se dice es tu padre biológico, y tu madrasta, te llevaron al hospital del Magisterio, y de ahí te trasladaron al Materno Infantil, en Saltillo.
“Nos llamó mucho la atención su oreja. No sé si se la estiraban, si se la jalaban. Los golpes en las partes internas de las piernas, en sus pies. Demasiado dolo. Su cara. La forma en la que venía el cabello. No era un maltrato que nadie viera, que no se dieran cuenta ¿Dónde estaba tu maestra, dónde estaba tu directora, dónde su mamá, su abuela? Desde ahí como sociedad le fallamos a Monse”, dice una empleada de la funeraria a donde te llevaron antes de tu despedida.
Que cómo es posible que te hayan dañado de esa manera, aún se preguntan en el pueblo, pero no hay respuesta.
En la funeraria tuvieron que mandar llamar a un maquillista profesional para que te compusiera un poco el rostro, para que te disfrazara un poco aquel golpe en el ojo.
Después te colocaron unas extensiones de cabello natural que disimularan otro poco tu cabeza rapa y te regresaran a la Monserrath que habías sido en vida.
Heidi y Sanjuán, fueron detenidos y hoy están encarcelados a la espera de una condena de 60 años, por el delito de feminicidio.
En el pueblo se ha rumoreado que la familia de Juan ya anda vendiendo casas, ranchos, camionetas, para sacarlo de prisión.
“Ya dijimos que si ese cabrón sale lo vamos a linchar, igual a ella”, advierte una de tus vecinas.
Tus medios hermanos quedaron bajo el resguardo de las autoridades, unos en casa hogar, otros en casa cuna.
Días después, tu cortejo de amigos y familiares, Gaby, tu madre, Rosario, tu abuela, vecinos, partió con rumbo al cementerio de San Juan de la Vaquería, en Saltillo.
“Fuimos como sociedad. La gente estaba muy indignada hasta con la familia. Nunca estuvieron al pendiente de la niña, la abuelita Rosario tampoco. Yo diría que el llanto de ellas fue más de culpa que de sentimiento. Si le hubiera podido su nieta la hubiera recogido desde un principio. La gente estaba muy dolida como sociedad. Yo no fui a acompañar a Gaby ni a su mamá, a la niña”, dice una lugareña de General Cepeda.
Tu cuerpo quedó sepultado en la última tumba del panteón, un pozo de tierra, una burda cruz de madera y sobre la burda cruz de madera una inscripción pintada con saña que dice “Monserrath”.
Si tan solo hubiera... pero el hubiera no existe...