Don Pitoco y sus Muñecos Bailarines engalanan la Plaza Acuña de Saltillo
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Saltillo.- Desde hace meses, la Plaza Manuel Acuña es el escenario al aire libre donde se presenta el espectáculo de Don Pitoco y sus Muñecos Bailarines, para divertir a los niños que caminan con sus padres por ese punto de la Zona Centro de Saltillo.
Don Pitoco, en realidad Daniel Rodríguez Espinoza, viste trajes coloridos, holgados, con los pantalones sujetos por tirantes, vistosos sombreros de manta adornados con una pluma de gallina pintada de cualquier color que contraste o haga juego con el sombrero o el traje. Su pinta recuerda a los pachucos. Parecido a Tin Tán, dice.
El Pachuco de Oro es uno de sus artistas favoritos, no por nada disfruta de sus películas siempre que puede. Le causa gracia e intenta imitar sus gestos, sus movimientos, sus pases de baile y aprender sus canciones para enriquecer su espectáculo donde, por supuesto, no puede faltar el títere del inolvidable Germán Cipriano Teodoro Gómez Valdés y Castillo.
Don Pitoco, de 68 años, tez morena y sin cana alguna, tiene varias marionetas: Elmo, El Cholito Iván, La Vaquerita Jessy, Topo Gigio, Doña Tilica, Piporro, Cantinflas, El Chavo del 8, La Chilindrina y Cepillín y otros más, que parecen tener vida propia mientras mueven sus manos y sus pies al ritmo de la música, que va desde el cha-cha-chá, mambo, huapango, polka, rock y las colombianas hasta llegar a canciones infantiles.
Apoyado con una pequeña bocina y un micrófono, canta siguiendo la letra de las canciones mientras baila o le da vida a sus muñecos, que él mismo fabrica, a excepción de Topo Gigio, que mandó hacer hace poco en Monterrey.
Compra muñecas o muñecos en los mercaditos, les corta la cabeza y ésta la une a los cuerpos que él elabora con telas y rellenos, les confecciona su ropa –desde los 12 años aprendió a coser a mano-, conforme al personaje que desea recrear, los maquilla y les compra zapatitos de verdad. Los pega a los hilos y a las cruces de madera y listo, ya tiene vida propia.
Cuando aprendía a coser, su padre exclamaba “¡En la torre!”, preocupado de no verlo jugar béisbol con otros niños. Con esfuerzo, a los 14 años elaboró su primer muñeco, un Pinocho.
Su gusto por los títeres surgió desde que tenía unos 10 años en Piedras Negras. Allá se presentó una carpa con marionetas y en su imaginación infantil nació el deseo de dedicarse a lo mismo. La oportunidad se le presentó a los 16 años: cuando se encontraba en Múzquiz ahí llegó un titiretero originario de Los Herrera, Nuevo León, quien montaba su espectáculo en ferias de pueblos y rancherías. Sin pensarlo dos veces se fue de vago con él de chalán y al poco tiempo aprendió a manipular los títeres.
El gusto le duró dos años, luego la vida lo llevó por otros oficios hasta ser conserje de escuelas primarias en Piedras Negras. Se jubiló hace unos 14 años y, como la pensión es mínima, retomó el viejo sueño de dar vida y voz a los títeres para sobrevivir.
Su espectáculo errante lo ha llevado a Reynosa, Matamoros, Ciudad Victoria, Ciudad de México, Torreón, Acuña, Piedras Negras, Allende, Sabinas, Castaños y San Juan de Sabinas, entre otros municipios, a veces renta pequeñas viviendas, modestos hoteles o en duerme en pequeñas cartas, hasta establecerse en Saltillo recorriendo plazas públicas y mercaditos.
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En ocasiones tiene dificultades económicas, hace unos días acumuló una deuda de casi nueve mil pesos en el hotel donde vive, ese que está al costado poniente de la plaza y que le da precio al cobrarle 200 pesos por día. Sacó un préstamo para liquidarlo y no queda más que dar pequeños abonos.
Además, a últimas fechas le duelen las piernas y los brazos, y no tiene dinero para ir al médico.
Pero no se lamenta, no pierde el ánimo, así solo desayune una taza de atole con un tamal y coma cuatro tacos de suadero o un pan francés con aguacate, acompañados con un refresco. Así, todos los días monta su show a partir de las 14:00 horas para alegrar a las familias. “Si no salgo a trabajar, no como”, dice sin reclamo alguno.
Su vida de titiritero le deja la satisfacción de hacer sonreír a los niños. Recuerda que en plena pandemia una joven, al parecer estudiante, en ocasiones detenía su andar unos momentos para ver su espectáculo y dejar alguna moneda. Un día le llevó un lonche envuelto en una bolsa de papel. Se sentó a comer y entonces leyó un escrito a mano sobre el papel “Usted infunde amor en los corazones”. Esa bolsa aún la guarda con cariño porque lo motiva a trabajar día con día.