Crónicas de la Revolución
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Los días que siguieron a la gesta armada iniciada el 20 de noviembre de 1910 están llenos de anécdotas y episodios que retratan a los personajes de la época. Acompáñenos a esta remembranza.
Cuentan que en el viaje de don Venustiano Carranza a través de algunos lugares de la República, ocurrió un suceso que hizo arrugar el entrecejo del Jefe de la Revolución y de sus acompañantes, pues se refería a la opinión que el pueblo campesino tenía de aquel movimiento que, aunque encabezado por hombres bien intencionados, no había llevado la prosperidad a los humildes en cuyo nombre se había combatido.
Por ejemplo, se decía que los señores de la Revolución habían sacrificado millares de bueyes para vender los cueros en Estados Unidos. Y con tal comercio habían dejado en la miseria a los infelices.
Pero narremos en orden la singular anécdota.
Carranza había llegado a un humilde pueblo de Coahuila donde se detuvo el largo convoy en que viajaba. Los lugareños de los alrededores salieron a ver quién era aquel que con tanto boato venía a la región. Fueron reuniéndose los humildes, y cuando ya estaban congregados, el señor Carranza quiso lanzarles un discurso.
Pero don Venustiano era tardo para hablar y de comprensión muy lenta; cada oración gramatical que salía de sus labios era precedida de una larga pausa. A esto se debió que un campesino, malinterpretase las palabras del jefe revolucionario, cuando dijo:
-Sepan ustedes que nosotros hemos venido luchando por la libertad durante un largo periodo; y que estamos dispuestos a seguir adelante en pro de los ideales de la Revolución.
-¡Los oprobiosos yugos...!
Al decir estas palabras el señor Carranza permaneció mudo, en espera de continuar su oración, pues no le acudían las palabras con la prontitud deseada. Entonces uno de los vecinos allí reunidos, con el espíritu práctico de los que han pasado su vida en el campo, vociferó humilde y resignado:
-No «siñor», los yugos «ay» los tenemos, lo que se llevaron fueron los bueyes...
Un superasesino
En esta anécdota, amigo lector, vamos a hablar de un hombre cuyos crímenes horrorizan. De un individuo patológico que en la Penitenciaría de México esperaba, no el castigo a sus faltas, sino la absolución de las mismas, pues se decía "general" al mando del Ministro de Guerra, Alvaro Obregón.
Nos referimos a Santos Dávila, originario de Ramos Arizpe, Coahuila, quien gustaba de asesinar, como les placen los dulces a los niños.
Saboreaba la sangre; en arrancar la vida a los hombres se recreaba. Y era éste uno de sus pocos placeres, pues como nunca supo por qué peleó ni por qué andaba al frente de un millar de hombres armados, ni por qué se combatía, sólo probaba las satisfacciones del triunfo derramando sangre.
En aquella ocasión marchaba el susodicho Santos Dávila al auxilio de su amigo íntimo Alvaro Obregón que se batía en Silao. En el camino se descompuso la locomotora. Requerido el maquinista por Santos Dávila para que pusiera en marcha el convoy inmediatamente, el infeliz obrero dijo que le era imposible si no se le concedía media hora para reparar su máquina.
-¡En cinco minutos debe usted hacerlo o se muere! -sentenció Santos Dávila.
-Pues no puedo hacerlo sino en media hora -replicó el maquinista.
Ante tan osadas palabras, Santos Dávila sacó su pistola y descargó tres balazos en la cabeza del maquinista. De inmediato la ahora viuda, que venía en el mismo tren, corrió a increpar al general por el crimen consumado. Dávila la amenazó con hacerle lo mismo a ella si seguía «injuriándolo». La mujer, sin poder callar su pena, sollozaba sobre el cuerpo inanimado de su marido. Y allí mismo recibió dos balazos en la cabeza, que la privaron de la vida.
Los dos cadáveres, el de la mujer sobre el del hombre y el de éste con el rostro vuelto a tierra, fueron colocados sobre la vía. Y allí los recogió el maquinista del tren que seguía al de Santos Dávila.
Tal fue una de las sangrientas páginas de la Revolución, escrita por este coahuilense.
Misa zapatista
El general Francisco Pacheco, de las fuerzas zapatistas, ordenó, durante su estancia en Tenango, que el cura de la parroquia le "dijera una misa" para asistir a ella con sus oficiales, pues, como la mayoría de los zapatistas, Pacheco era todavía, católico.
El sacerdote, que estaba encantado con los zapatistas, pues los carrancistas sólo habían perpetrado atentados contra los religiosos en su afán de atacar las creencias que no eran las suyas, se dispuso a "decir la misa".
Le comunicaron al general que ya iba a dar principio el oficio, y Pacheco se dirigió a la parroquia, seguido de sus hombres. Cuando entró, el sacerdote estaba ya oficiando en el altar. Sin pronunciar palabra escuchó el zapatista la misa y al salir mandó llamar al cura y le dijo:
-Señor cura, permítame que lo mande "afusilar", pues no estoy conforme con su misa.
-¿Pero por qué señor general? -inquirió asustado el sacerdote.
-Porque yo quería la misa cantada y usté la ha dicho rezada.
Fusilar, la solución de moda
Cuentan que el general Caballero, tamaulipeco o coahuilense, muy allegado por sus relaciones políticas al señor Carranza, ordenó que se embarcaran sus hombres rápidamente en un tren para ir a atacar la columna del general don Antonio Rábago, aguerrido jefe federal que se encontraba defendiendo Ciudad Victoria.
Rábago, que tenía fama de ser el mejor general de caballería de sus tiempos, salió a batir a los revolucionarios y derrotó a las avanzadas de Caballero en forma terrible, no dejando vivo a uno solo de sus hombres.
En estas condiciones, Caballero quiso que retrocediera el tren en que iba a atacar a su adversario; pero por más que dictaba órdenes, la locomotora no se movía. Indignado, ordenó que trajeran a su presencia al maquinista y con él entabló este diálogo:
-¿Por qué no camina la máquina? ¡Lo voy a mandar fusilar!
-Señor -respondió el maquinista- yo no tengo la culpa. Son los inyectores...
-Ah, son los inyectores. Pues que una escolta baje a esos canijos y los «afusile» de inmediato.
Cómo escribir un letrero
El «radicalismo» de otro General carrancista, el señor Fortunato Maycote, se hizo patente en una ocasión en que las turbas que mandaba arribaron a la Ciudad de México. El general iba a la cabeza de sus fuerzas y al pasar por la calle de Plateros vio que en la casa de Calpini había este anuncio en letras doradas:
«Lentes, teodolitos y toda clase de aparatos científicos».
El general detuvo la marcha de su columna y entró con caballo y todo a la tienda de ópticos para reprochar al comerciante:
-Señor Calpini, o como se llame usted -le dijo. Me va a quitar en estos momentos ese letrero que dice "aparatos científicos". Ponga, si acaso quiere poner algo honrado y bueno, "aparatos constitucionalistas", y entonces hasta puede que yo le compre algo.
Así mueren los mexicanos
Del valor espartano de los hombres que habían venido luchando en la Revolución, da prueba la siguiente anécdota publicada en un diario de París por un corresponsal francés que estuvo en nuestro país durante aquella época tormentosa.
Aunque en la nota periodística se omitía el nombre del protagonista, nosotros podemos decirlo: se trataba del oficial del Ejército Federal José García, fusilado en las inmediaciones de Querétaro.
Sobre aquel acontecimiento el corresponsal francés escribió lo siguiente:
"Una partida de soldados capturó al jefe de otra partida de sublevados. Al día siguiente los soldados le comunicaron al jefe capturado que se le había condenado a morir fusilado.
"El jefe capturado les dijo: `Yo no hubiera hecho otra cosa tratándose de vuestro propio jefe. Pero ¿quieren ustedes concederme la gracia de un último día? Me comprometo a volver para la hora de la ejecución'.
-Fiamos en su palabra, aceptaron los soldados.
El jefe capturado parte. Va a la agencia de inhumaciones de la ciudad y pide un ataúd.
-¿Para quién?, pregunta el encargado.
-Para mí.
El empleado se inclina respetuosamente. Se trata de un jefe y es joven y apuesto.
-¿Quiere usted saber el importe?
-No me detengo en el precio. Quiero un ataúd de encino, ensedado de blanco por dentro.
-Lo tendrá usted así. Vamos a tomar nota.
El condenado sale de la funeraria y se dispone a regresar al lugar donde lo esperan los soldados. Llega a la hora convenida y los encuentra ya dispuestos en pelotón de fusilamiento.
-No esperábamos más que su llegada para comenzar -hizo notar el oficial que comandaba al grupo de fusileros.
-Pues aquí estoy para dar este asunto por terminado -respondió el condenado.
-Si quisiera usted colocarse ante el árbol que está enfrente de aquel muro.
-Sin duda, pero permítame que le diga adiós.
"Era aquello de lo más cortés. Los dos enemigos se dieron la mano a modo de despedida.
-Estrecharé también la mano de sus hombres. "Después de lo cual, el condenado repartió su dinero entre los soldados que iban a fusilarlo. Entonces caminó hasta el árbol que se había señalado, se paró inmóvil contra el tronco y cerró los ojos.
El oficial ordenó:
-¡Fuego!
"Doce balas partieron y el jefe mexicano rodó por tierra muerto y con la cara apenas turbada". (José Ramos/Anécdotas de la Revolución).