Dentro de la burbuja olímpica de Pekín: robots, hisopados y una apuesta enorme
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Desde el 23 de enero se han descubierto al menos 232 casos del virus
Por Alan Blinder
PEKÍN— La estrategia es osada y agobiante, y ese es en gran medida el objetivo.
Para las autoridades chinas, la creación de una enorme burbuja fue su mejor (y quizás única) esperanza para organizar los Juegos Olímpicos de forma segura y a la vez preservar la política de “cero COVID-19” que ha sido prioridad para el gobierno y un motivo de orgullo nacional.
Los organizadores de los Juegos Olímpicos afirmaron que habían realizado más de 500.000 pruebas desde el 23 de enero y habían descubierto al menos 232 casos del virus, la mayoría de ellos de personas que llegaban al Aeropuerto Internacional de Pekín-Capital. Once personas han sido hospitalizadas, informaron las autoridades.
A continuación, el relato de una travesía de 48 horas en la burbuja olímpica, que comienza cuando el vuelo 128 de Air France, proveniente de París, aterrizó el lunes 31 de enero.
Lunes, 7:06 a. m.
Incluso antes de que la luz del sol cubra el aeropuerto, lo único que hay que hacer para ver el “circuito cerrado” es echar un vistazo por la ventanilla del Boeing 777: los trabajadores de la pista de aterrizaje que organizan los vuelos de los Juegos Olímpicos cuando llegan a Pekín están vestidos con equipos de protección, cuyo color blanco almidonado es más llamativo que sus bastones de luz naranja.
Más trabajadores con guantes y trajes protectores esperan en la pasarela. Luego, hay más de ellos en la explanada cavernosa y vacía, clausurada para todos menos para quienes tienen que ver con los Juegos Olímpicos. Todavía hay más trabajadores esperando en pequeños lugares, armados con hisopos nasales y de garganta para examinar a miles de personas que dieron negativo justo antes de la salida de sus vuelos y que, en su mayoría, están completamente vacunados.
Tras hacer con el hisopo algunos giros en la fosa nasal y en la garganta, que provocan una gran cantidad de arcadas, el trabajador tiene especímenes que son una de las últimas y mejores oportunidades de China para contener el virus.
10:34 a. m.
El conductor del autobús se sienta detrás de una barrera de plástico, lo que lo obliga (y a sus pasajeros) a comunicarse con gestos y encogimiento de hombros.
Un trabajador rocía el autobús, aparentemente con desinfectante, cuando este sale del aeropuerto rumbo a un hotel con guardias que controlan una puerta exclusiva para el paso de vehículos de la burbuja aprobados.
Un asistente del gerente me entrega la llave de mi habitación, donde me quedaré hasta que esté listo el resultado de la prueba que me aplicaron en el aeropuerto. Sin embargo, puedo solicitar servicio a la habitación durante la espera.
Suena el timbre de mi habitación. Para cuando llego a la puerta, el repartidor ya es solo una figura difusa al final del pasillo. Frente a mí está la comida cuidadosamente empaquetada sobre una mesa identificada como “mesa de entrega sin contacto”.
A la 1:14 p. m., una mujer me llama para darme el resultado de la prueba: negativo. Puedo salir de mi habitación. Pekín está abierta para mí, o bueno, tan abierta como lo estará en este viaje.
2:19 p. m.
Un autobús urbano modificado recorre Pekín. Cada cuadra me muestra cómo será impedida la serendipia del viajar y trabajar como periodista.
Frente a las instalaciones deportivas, los carteles de “zona de circuito cerrado” le recuerda a la población china que la única manera en que verá los Juegos Olímpicos de forma presencial será con vistazos a través de cercas y guardias. “Por favor, no cruce la línea”.
Por supuesto, los restaurantes de fuera de la burbuja están prohibidos para los participantes de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, la maquinaria del Estado y las Olimpiadas han erigido una ciudad en sí misma. El “centro principal de medios”, de más de 37.000 kilómetros cuadrados, puede llegar a parecer una mezcla entre Epcot y la fábrica de Willy Wonka, en la que robots y computadoras orquestan la limpieza de pisos, la medición de temperatura y el escaneo de las credenciales en los puntos de control.
He oído hablar de un robot que regaña a cualquiera que no esté usando el cubrebocas de manera debida y he visto máquinas que preparan dumplings, arroz frito y brócoli. En ocasiones, los platillos descienden del techo con cuencos relucientes de comida caliente. (Los dumplings y el brócoli estuvieron excelentes; el arroz, por otro lado, estuvo algo seco).
Afuera, al caer la noche, la Torre Olímpica de 258 metros brilla con luces rojas y azules; mientras suena música momentos antes del Año Nuevo Lunar. Sin embargo, las plazas más cercanas están prácticamente vacías.
Martes, 2:49 p. m.
Al parecer pasé la prueba de COVID-19 que me hice en el hotel el lunes por la noche como parte del ritual diario de la cobertura de estos Juegos Olímpicos. Supongo que estaré más tranquilo luego, cuando la amenaza de infección por el viaje a Asia haya disminuido.
Observo a los jugadores y entrenadores de hockey estadounidenses deslizarse por el hielo en uno de sus entrenamientos. Kendall Coyne Schofield, en sus terceros Juegos Olímpicos, sonríe mientras posa para una foto en un círculo central. Incluso en este mundo de confinamientos, todavía hay alegría en los deportes. Todavía hay orgullo en el hecho de estar en unos Juegos Olímpicos.
4:23 p. m.
Mi teléfono suena justo antes de que Hilary Knight, delantera estrella de la selección de hockey de Estados Unidos, tenga previsto conversar con los periodistas.
“Se ha confirmado que la persona del asiento 53A del vuelo AF128 ha dado positivo”, anuncia el correo electrónico formulista.
Yo estuve en el asiento 54A, por lo que ahora estoy clasificado como un contacto cercano.
Recuerdo lo suficiente de las reglas como para saber que mi presencia aquí en los próximos días dependerá de si soy considerado “esencial” para los Juegos Olímpicos. Me sorprende saber que lo soy, por lo que las reglas ahora son, en esencia, estas: durante siete días, personal médico visitará mi habitación del hotel dos veces al día para hacerme la prueba. Debo comer solo y no debo montarme en ningún autobús.
Pero puedo seguir cubriendo los Juegos Olímpicos, siempre y cuando siga siendo negativo.
8:57 p. m.
Esta vez, cuando suena el timbre de mi habitación, el visitante no huye. Dos trabajadores con equipo de protección azul están allí para comenzar a aplicarme una prueba mejorada. Me parece escuchar risitas cuando me inclino para que el hombre pueda tomar una muestra de mi garganta. Tal vez ya me estoy acostumbrando; ya casi no tengo arcadas.
Miércoles, 5:53 a. m.
No tengo síntomas. Sin embargo, estoy despierto por el desfase de horario y estoy paranoico ante la posibilidad de convertirme en un caso y ser arrojado a un centro de aislamiento. Me como un trozo de chocolate para ver si todavía tengo sentido del gusto. Sí lo tengo, así que, de nuevo, calculo posibles periodos de incubación.
Pero es un cálculo con poco valor. Nada puede detener la infección que podría estar gestándose en la burbuja. Así que dirijo mi atención a escribir sobre deportes.
Después de todo, los Juegos Olímpicos siguen en pie, tal como lo prometió China.
c.2022 The New York Times Company