Todo tiene nombre

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Hace unos días el cielo de Saltillo estaba lleno de contrails. Preguntarás: ¿qué diablos es eso de contrails? Contrail es el término internacional que sirve en aviación para nombrar la estela visible que dejan los jets en determinadas condiciones atmosféricas. La palabra se forma con la voz condensation, abreviada, y el vocablo trail, que significa huella, sendero, rastro. O también cola, como la de los cometas.
En todos los idiomas las palabras tienen orígenes extraños. Tomemos como ejemplo el sustantivo bakumira, que en japonés designa al espejo retrovisor del automóvil. La palabreja es un equivalente fónico del inglés back mirror.
En el libro del Genésis se lee que Adán recibió de Dios el encargo de ponerles nombre a las aves y a los animales. Menudo trabajo ése. Imaginemos al pobre hombre -al pobre primer hombre- exprimiéndose la mollera para inventar tantos y tantos nombres de pájaros y bestias. ¿No sería para librarse de esa ímproba tarea que Adán comió de la manzana?
Ahora tenemos más nombres que gente hay sobre el planeta. Yo, que gusto de las palabras porque de ellas vivo, me maravillo al ver cómo para cada cosa hay un vocablo que la designa con absoluta precisión. Seguramente has escuchado los ruidos provenientes del estómago, ruidos que solemos atribuir al hambre. Me están gruñendo las tripas, decimos. Pues bien: hasta esos gruñidos de tripas tienen nombre. Se llaman borborigmos.
Y ¿qué decir de la piel que cuelga del cuello o barba de las personas viejas o que han enflaquecido en demasía? También hay nombre para ese pellejo. Se llama perigallo.
En cierta ocasión le avisaron al alcalde de Jiménez, pequeño lugar de Tamaulipas, que doña Amalia Caballero de Castillo Ledón, prominente señora que destacó en la política y la educación, iba a hacer una visita a ese poblado. Alguien le sugirió al munícipe:
-Sería bueno, señor Presidente, que le entregara usted a doña Amalia las llaves de la ciudad.
-Pos le daré las trancas -contestó el rupestre funcionario-, porque el pueblo no tiene puerta, y llaves menos.
Las tales trancas a que se refería el señor alcalde tienen también su nombre propio: bances.
Y ¿qué es la fárfara? Es la telilla que tienen en su interior los huevos de ave. En los de gallina la habrás visto.
Desde luego sonará cursi y pedante quien use tales palabras por vía de lucimiento, y no para citarlas como curiosidad. Pero de vez en cuando esos terminajos sirven. Recordemos el caso de aquella mujer que de continuo estaba poseída por un febril apetito de varón. Lo que sucede -le dijo un facultativo- es que es usted ninfomaníaca. Anóteme la palabra, por favor -le rogó ella-, porque a mí me llaman con otra palabra que tiene bastantes menos letras.
Una última: ¿cómo se llama la actitud del que no quiere trabajar? Hay nombre de resonancias clásicas para eso. Se llama ergofobia, de ergon, trabajo, y fobia, fobia. Pero no nos dejemos deslumbrar por tal voquible. Si alguien nos dice con solemnidad: -Soy ergófobo, respondámosle lisa y llanamente. -¡Qué ergófobo ni qué la chingada! ¡Eres güevón, y punto!.