Hablemos de Dios 84
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Agradezco que usted preste atención a estas letras. Gracias por leerme sabatinamente en este espacio que unilateralmente destiné para explorar a Dios. y también, gracias a usted que sigue estas letras, estamos intercalando lo anterior con nuestra tertulia de conversación y café, “Café Montaigne” donde abordamos o tratamos de abordar todas las ramificaciones no solo de la cultura, sin del mismo ser humano.
Gracias de corazón, palabra y pensamiento por leerme y atender estas letras redondas. Es conveniente recordarlo: no quiero convencer a nadie con mis torpes ideas al respecto. Sólo quiero abonar una semilla, un gramo de pensamiento y razón a la parcela de la libertad, la religión y la lectura de la Biblia en clave contemporánea.
Y creo que esto es un grave problema que no han sabido compaginar los sacerdotes católicos o bien los hermanos cristianos. Cuando estaba en los controles de la Diócesis el tristemente célebre, el monje Raúl Vera López, nunca pudo salvar una atiriciada alma de un suicida, pero si se la pasaba litigando en los medios de comunicación buscando la plataforma para ganar el Nobel de la Paz o el Nobel de Frutas y Verduras, da igual.
Él y sus acólitos se olvidaron del atribulado espíritu de las mujeres maltratadas, los suicidas que son legión (cada vez más jóvenes, cada vez más niños) y de las niñas embarazadas que no ven un futuro mejor para ellas ni sus familias. En el segundo caso, los hermanos cristianos me invitan a bailar y cantar dominicalmente ¿y luego?
Caray, hay que encontrar un justo medio. En esto trato de contribuir sabatinamente para que usted tome lo que le guste de esta columna y lo que no le parezca, pues lo deseche. Pero ojo, trato de ponerle al día la Biblia; es decir, “traducirla” al aquí y al ahora donde bulle la condición humana, donde hay que lidiar con gobiernos opresores, corruptos, funcionarios indolentes y apáticos ante la problemática social y toda una suerte de lacras que arrastramos. Y ahora la más grande: lidiar con algo sencillo y vital, vivir o morir pro la maldita pandemia medieval.
¿Al momento de redactar esto, lo estoy logrando? No lo sé. Pero eso de hablar cada sábado de la bondad de Jesucristo, la mansedumbre, la misericordia, la luminosidad, la alegría de su amor, renacer de nuevo en la luz de Jesús, comentarle todo al espíritu santo y un largo bla bla bla... pues caray, no se me da. Lo siento, tal vez mi fe rota no me lo permite.
¿Por qué si todo mundo piensa que lo anterior es lo necesario para construir un mejor país y todos estamos de acuerdo en ello, por qué no se realiza? Es palabrearía hueca. Como la misa. Y el mundo avanza no con buenas intenciones, sino con obras. Obras como la del inconmensurable poeta John Milton quien el 14 de junio de 1643 va y le endereza al mismísimo Parlamento británico su aclamado ensayo, “Areopagítica”, “Discurso acerca de la libertad de impresión, sin licencias, al Parlamento de Inglaterra”. Sin duda, una de las obras más grandes, bellas y robustas que ha pronunciado un ser humano en defensa de ese don divino: la libertad.
Esquina-bajan
Para lograr lo anterior, el poeta dejó “la apacible, grata soledad con alegres y confiados pensamientos...” para embarcarse en el “revuelto piélago de ruidos y broncas disputas.” Caray, no poca cosa, cuando sabemos que a John Milton le fue su vida en esta obra y en su apuesta de existencia, el inasible “Paraíso perdido”, uno de los más grandes poemas de la humanidad. Usted ya lo sabe: “Areopagítica” tiene que ver todo con la Biblia porque fue inspirado en aquellos discursos incendiarios de Pablo, el de Tarso, cuando éste llegó a las colinas de la Acrópolis en Roma para hablar en sus quicios y plazas vacías de ese llamado “Dios desconocido”. Es decir, Pablo se subía o predicaba en el “areópago”, por ello de la obra de Milton señor lector.
“Aquello a lo que ustedes sin conocerlo dan devoción piadosa (el Dios desconocido), esto les estoy publicando. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, siendo, como es Este, Señor del cielo y de la tierra...” (Hechos 17: 23-26). Milton, el inconmensurable poeta lo reinterpreta de esta forma lector, en un alegato sobre la libertad de expresión y pensamiento de los más altos en la historia de la humanidad: “Cuando un hombre escribe para el mundo, convoca toda su razón y deliberación en su existencia; investiga, medita, se mete en mil trabajos... quien destruye un buen libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios...”
Caray, ante semejantes letras se riza la piel y el esqueleto. En un mundo de fe ciega, el poeta John Milton se alzó como tuerto para defender al libro y la libertad a costa de su vida. Se alzó contra el prohibicionismo de la época. Se alzó contra toda autoridad censora y sí, puso a Dios por delante. Para mi fortuna, tengo la edición príncipe del libro, la de 1941. Son 110 páginas de libertad e ideas puras anciladas en Dios. es difícil, pero hay dos ediciones digamos, recientes del volumen, una de la UNAM y otra del FCE. Ignoro si esté el libro disponible y de “gratis” en Internet. “Gratis”, cuando a John Milton se le fue la vida en escribirlo. En fin.
Letras minúsculas
Por palabras e ideas como las de John Milton, vale la pena vivir. Caray, ¡cómo me hubiese gustado hablar en el areópago!