Adictos a la pantalla
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Carlitos era el nombre del entrañable personaje que daba vida a un niño en la serie “Cuéntame Cómo Pasó”. Desde su mirada, el programa ofreció por décadas lo que ocurrió durante la dictadura franquista en España y, para quienes se constituyeron en sus asiduos, su voz formaba parte indisoluble del transitar de una familia clase media en aquel país al que le habían robado vidas y libertad, imponiendo una moral de estado.
Su nombre en la vida real, Ricardo Gómez. Dijo adiós al programa tras pasar en él 17 años. Así, el niño encantador que posaba su mano en una superficie de agua haciendo que se hicieran mágicas ondas, ante su mirada curiosa y emocionada, se convirtió en un joven que pasaría también a formar parte de la conciencia crítica del sistema que había dejado la presencia del dictador.
Ricardo Gómez dedica ahora su vida al teatro y hace poco volvió a ser noticia principal, de manera preponderante, cuando criticó el abuso del teléfono celular en funciones de teatro.
“Desde el mismo día del estreno hasta la conclusión de la gira no ha habido una sola función en la que no haya sonado al menos un teléfono móvil”.
Se refirió a la obra “Rojo” en la que participa y que ha llegado a sus 85 representaciones. “¿De verdad hemos llegado al punto en que no podemos estar una o dos horas sin comunicarnos con el mundo exterior? ¿Nos han robado el presente?”, se cuestiona este ahora muchacho de 25 años que se identifica como millennial y quien asegura de sí mismo que: “Podría decirse que vivo pegado al móvil”.
Observa el drama del abuso del celular. En el teatro –dice, y con razón– cada silencio, cada momento lleva una carga importante. “… Y los silencios forman parte de la puesta en escena. Son necesarios para que todo lo que se intenta transmitir desde el escenario pueda envolver y atrapar a quien está sentado en la butaca”.
Gómez ha puesto un tema importante sobre la mesa. Es en el teatro de lo que él se duele. Pero también en la iglesia, en el salón de clases, en la sala de cine, en cualquier tipo de espectáculos, en las reuniones, donde el teléfono celular causa demasiadas molestias a muchos asistentes y a quienes están frente a ellos para intentar comunicar ya sea el sermón religioso, ya la clase cotidiana o un mensaje frente a grupos.
Dentro de las salas de cines basta que una o dos personas decidan revisar sus mensajes en medio de la oscuridad de la sala para que el encanto desaparezca. El cine ofrece una gran posibilidad de abstracción, tanta que el espectador puede incluso desligarse de quienes están a su alrededor para poder concentrarse en la belleza de un instante o un paisaje. Pero resulta suficiente el trinar de una insistente llamada o la notificación de una de las aplicaciones para que el embrujo que se ha apoderado del público se desvanezca.
Igual la magia desaparece en los momentos de máxima concentración en el rito religioso o en el desarrollo de una explicación del maestro frente a grupo.
En casos como éstos, la inercia es a ratos más potente que incluso la más determinada fuerza de voluntad. Quien no puede prescindir de su teléfono celular apenas escucha la notificación, el sonido de la llamada o percibe la sensación de vibración, lo busca de inmediato, con desesperación.
La educación, se ha dicho, la muestra quien menos ruidos ocasiona. Lo decían nuestros mayores al referirse a la hora de tomar los alimentos o de estar en contacto los unos con los otros.
En la hora actual pareciera que lo que se intenta demostrar es precisamente falta completa de educación. Mientras más ruido se ocasione más se nota la presencia de la persona que quiere ser tomada en cuenta, que quiere ser vista y a la que, por haber recibido una llamada, se le considere “importante”.
Quizá en muchos no sea esto lo que los motiva. Y se trate, simplemente, falta llana de educación sin adjetivos, diría Krauze.
Lo que sí resulta desagradable es la descortesía con un grupo de personas a las que sí molestan luces y sonidos en los momentos en que algo se desarrolla en un sentido completamente inverso.
Con Ricardo Gómez, ¿es que no podemos dejar el teléfono móvil por un momento? ¿En quién, con tal dependencia, nos hemos convertido?