Costumbre saltillera

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Costumbre muy saltillera ha sido la de barrer y limpiar con agua diariamente el exterior de las casas y negocios muy tempranito en las mañanas, de manera que las banquetas lucieran brillantes al iniciar las actividades del día. Lamentablemente, hoy parece una costumbre olvidada, practicada sólo por unas cuantas personas.
Las más antiguas ordenanzas municipales registran entre las funciones de las autoridades la de disponer la limpieza de las calles, mercados y plazas públicas, y ha sido desde siempre una preocupación para las autoridades porque la limpieza de una ciudad denota la cultura de sus habitantes, además de atender aspectos de estética, buen vivir y salud pública. Por tal razón, las autoridades municipales de Saltillo emitían acuerdos a los que debía sujetarse todo el vecindario, señalando la obligación de mantener limpios y arreglados los frentes de las casas y las aceras, los patios y los jardines delanteros.
Siendo Saltillo la sede del gobierno estatal, no era extraño que en siglos pasados, y aún en el presente, los gobernadores se preocuparan por la cuestión doméstica de arreglar y limpiar la ciudad. En 1872, llegó en forma interina a la gubernatura de Coahuila el licenciado don Juan N. Arizpe, miembro de distinguida familia saltillense y de intachable honradez y claro talento. Poseedor de grandes méritos, era abogado competente desde muy joven y había sido soldado en la defensa del País en la invasión norteamericana de 1847, pero cargaba con un notorio defecto físico al que la gente llamaba “farol apagado”, es decir, era tuerto, sin que eso fuese un impedimento para realizar sus tareas.
Don Juan llegó con muchas ganas a la gubernatura y muchos deseos de subsanar los errores y las faltas de administraciones pasadas. Viendo que el Cabildo de Saltillo no había podido normalizar sus funciones, quizás a causa de los disturbios políticos, y que la higiene pública, prácticamente abandonada, reclamaba medidas urgentes y más eficaces, mandó publicar una orden dictando que diariamente a las seis de la mañana los “patios exteriores”, es decir, las porciones de las calles correspondientes a las casas, debían estar barridos y regados, bajo severos castigos a los infractores o desobedientes. El cuerpo de Seguridad Pública se componía entonces de seis gendarmes y comisionó a uno de ellos para que vigilara el cumplimiento de la disposición, y le advirtió que debía recordársela por una sola vez a quien no la cumpliera, e informarle personalmente de quien no lo hiciera para aplicarle la pena correspondiente.
En una pequeña casa de la calle Real, junto a la fuente pública del barrio, vivía sola una dama de la aristocracia saltillense, doña Agripina Castañeda, conocida por su mal genio y por decirle sus verdades a todos cuantos se le ponían enfrente. El gendarme comisionado a la vigilancia de la limpieza lo dudó mucho, pero al fin se atrevió a tocarle la puerta y después de saludarla cortésmente le dijo: “Señora doña Agripina, usted no ha mandado barrer y regar su patio”. “No tengo quién lo haga”, contestó enojadísima, a lo que el gendarme replicó: “Vengo a recordárselo”. “¿Por orden de quién?”, preguntó la dama. “Del gobernador”, le contestó. “Pues dígale a ese viejo tuerto que si tiene el antojo de ver limpio mi patio que venga él a barrerlo y regarlo”. Al día siguiente, antes del alba, doña Agripina oyó en su ventana ruidos de escobazos y chapoteos de agua y se levantó apresurada. Abrió la puerta de la calle al tiempo que don Juan N. Arizpe se disponía a tocarle, por lo que se encontraron frente a frente. El gobernador le dijo: “Buenos días. Está usted complacida. Este “viejo tuerto” le ha barrido y regado su frente con mucho esmero, pero tal servicio hecho por el gobernador le costará a usted 50 pesos que hoy mismo pasarán a cobrarle”. Hace casi 150 años, el gobernador podía darse el lujo de darle una lección a sus gobernados.