Crimen y suicidio infantil

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Los homicidios –asesinar a uno o a muchos– se han convertido en un acontecimiento cotidiano. El número ya no sorprende (a pesar de que son 30 mil cada año). Pueden ser el doble o la mitad, se han convertido en números despersonalizados. Son simplemente números sin ojos, oídos o corazones… sin padres o hijos o amigos… son números sin personas, simplemente cantidades.
El género femenino ha empezado a personalizar esos números. Han dejado de ser “homicidios” y ahora tienen un nuevo nombre, un poco más personal, y se les llama feminicidios. El aborto, gracias a las leyes que pretenden poseer el don de transformar la realidad cambiando el nombre, ya no se cuenta entre los homicidios, sino entre los derechos.
Sin embargo, la epidemia creciente de los suicidios mantiene su nombre original: “quitarse la vida”. Y gracias a que no ha cambiado su nombre, los medios de comunicación lo siguen contabilizando y el Estado promueve acciones para disminuir su frecuencia.
Todo este genocidio encubierto que produce más cadáveres en nuestra nación que cualquier guerra, ya es una simple estadística que no lleva al asombro, ni a la preocupación. La indiferencia y la actitud de sumisión fatalista nubla la vista, el pensamiento y la indignación de la mayoría. El odio, la rivalidad y la competencia sin límites ha cultivado una mentalidad que “ha normalizado” el matar en cualquiera de sus formas. La violencia ya no tiene ni barreras ni opositores.
En este contexto que hemos vivido en las recientes décadas, sorprende que los asesinatos y el suicidio del niño de Torreón, hayan desatado una reacción no sólo de sorpresa sino de debates, interpretaciones y acciones públicas tan inusitadas como “revisar todos los días las mochilas de los alumnos”… “hacer estudios psicológicos cada seis meses a todos los escolares del Estado”.
Celebro que este acontecimiento haya provocado tantas y tan diversas reacciones, sobre todo las que no se han quedado en el hecho, sino que han provocado un cuestionamiento social y político acerca de los factores y las causas. Y han provocado que surja la cenicienta de la sociedad: la salud mental. La marginada que no ha sido tomada en cuenta, no sólo en la enfermedad y en la salud, sino en la política y la economía, en la guerra y la paz tanto personal como familiar y social.
La salud y enfermedad mentales son realidades tan desconocidas como invisibles que solamente son identificadas cuando presentan síntomas tan radicales como el suicidio o el grave deterioro mental que alucina las relaciones, se sale de la realidad y vive en su mundo de fantasías.
La salud mental es trascendente. Trasciende lo físico, visible y sensorial. Busca su significado invisible. Trasciende lo inmediato y explora las consecuencias benéficas o malignas a largo plazo. Trasciende lo material sin excluirlo y busca la realidad de las verdades, las bondades y las bellezas escondidas. No se queda atrapada en la red que encarcela la libertad mental y la energía de su espíritu.
El suicidio del niño de Torreón es un clamor de la mente humana que quiere vivir y trascender. Ojalá descubra la necesidad de políticas públicas que cultiven la salud mental de manera trascendente.