Hacer ‘nuestra parte’
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Lo estúpido no es culpar a los videojuegos o a la influencia de otro ‘célebre’ asesino
Creo firmemente que el común de la gente es incapaz de infligir daño grave al prójimo. Y ello no porque tenga fe en el género humano o piense cándidamente que la bondad es uno de sus atributos intrínsecos.
No es una cuestión de bonhomía como de mera supervivencia: Es un mecanismo de autopreservación lo que nos compele a la más básica empatía. Un candado o directiva oculta en el ADN impide que agredamos –así como así– a los de nuestra propia especie, dado que cada ser humano puede verse reflejado en cualquier otro.
Aun bajo un gran estrés y en situaciones de vida o muerte, una persona normal quizás no podría vencer todas las trabas genéticas y aprendidas que le impiden arrebatarle la vida a sus congéneres.
Prueba de lo anterior serían los testimonios de guerras en las que, se sabe, muchos combatientes disparaban al aire o erraban a propósito para no herir a sus adversarios, pese a que ello podría costarles la propia vida.
Y no creo que haya obrado en ellos algún tipo de objeción de conciencia religiosa, tal vez sí, pero jamás pesará tanto como las restricciones que nos impone nuestra propia y sencilla condición humana.
De tal suerte que un asesino en masa (o uno en serie) constituye una auténtica aberración que, necesariamente, obedece a una cantidad plural de factores.
Por mucho que queramos plañir por “el estado del mundo actual”, “la pérdida de los valores” o “la descomposición social”, lo cierto es que los asesinos psicopáticos aún son una anomalía, quiero decir que no son –afortunadamente– la norma que nos distingue como especie.
Si bastara con un sólo elemento averiado, de todos los que integran nuestro ser y personalidad, créame que –y lo digo sin afán de divertimento– habría uno o dos en cada familia.
Pero no, las desviaciones apuntan hacia un origen multifactorial.
De tal suerte que lo estúpido no es culpar a los videojuegos o a la influencia de otro “célebre” asesino en masa. Lo ingenuo es pensar en un único elemento como la génesis de esas aberraciones a las que venimos haciendo referencia.
La primera declaración que el gobernador del Estado, Miguel Riquelme, ofreció como explicación, es una sandez ofensiva para cualquiera que se haya sentido consternado por la reciente tragedia de Torreón.
De acuerdo, pero debemos entender que: al gobierno no le interesa explicar nada, ni siquiera tratar de entender nada. Lo único que busca es que no se señale al Estado por la parte de responsabilidad que en todo esto tiene y es que si bien no es absoluta, es sencillamente fundamental en una nefasta receta.
Los empachos del Gobierno son entendibles, dado que su contribución tiene que ver con una nutrida lista de omisiones en sus deberes para con la niñez, la familia, la salud pública y el desarrollo del individuo en lo general. Y dichas omisiones obedecen a todos los vicios y corrupción sistémicos al régimen que hoy encarna Riquelme Solís.
Admitir que el Gobierno tiene algo que ver en este “caso aislado” es admitir que ese mismo Gobierno le ha robado la niñez a miles y miles de niños, desde hace décadas, en la entidad.
Por eso es preferible salir con la pendejada de los videojuegos para que la gente se distraiga criticando semejante disparate, porque siempre es mejor que lo señalen a uno de zafio que de corrupto.
Pero desgastarse señalando lo evidente (el despropósito de la postura oficial) es igual de fútil que la contribución del mandatario en el debate.
Igual de provechosos resultan los comentarios de los conmocionados padres de familia que señalan al gobierno, a los medios, a nuestro “distanciamiento de Dios”, a la negligencia de “otros” padres. Y es que todo ello no es sino autocomplacencia (masturbación pues), porque es altamente improbable que un caso así llegue a acontecernos en nuestro entorno familiar.
Y es improbable, no porque estemos haciendo “nuestra parte”, sino porque, como ya dijimos, tendrían que converger una serie de muy desafortunados factores.
Hacer “nuestra parte” es mucho más que cumplir como proveedores/educadores y no se diga ya el evitar convertirse en esa nueva modalidad de hiperpadres, esos que le evitan a sus hijos, por cualquier medio o recurso, toda experiencia negativa, ardua y hasta aburrida.
Además de no incurrir en los ridículos extremos de padre ausente a hiperpadre, es necesario exigirse a sí mismo una comprensión más compleja de los fenómenos como el triste y recientemente acaecido, porque conformarse con señalar desde la referida autocomplacencia es ser tan indulgente y simplón como el Gobernador.
Si bien ni los medios, las redes sociales ni los gobiernos son responsables directos, lo poco o mucho que abonen a estas tragedias debe ser identificado, comprendido y manejado adecuadamente.
Y es en este aspecto que todos brillamos por nuestra ausencia, porque tanto medios, redes y no se diga gobiernos, se rigen de la forma más autocrática imaginable sin tomar jamás en cuenta a la población a la que dicen servir.
Cuando en la configuración de la administración pública, de las iglesias y de las empresas de comunicación (incluyendo redes sociales) tengamos tanta influencia como la que tenemos al interior de nuestras familias, no como censores sino como participantes activos y preocupados, podremos apenas decir que estamos haciendo nuestra parte para evitar penosos casos como el que hoy nos apesadumbra.
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