La familia Purcell
COMPARTIR
TEMAS
Una vieja fotografía de la Casa Purcell, antigua residencia de la familia Purcell O’Sullivan y hoy sede del Instituto Municipal de Cultura de Saltillo, se envió en días pasados por las redes sociales como una ocurrencia por los días de brujas y de muertos, como queriendo darle a la construcción el carácter más o menos fantasmal de una casa tétrica, o el de un castillo embrujado en el centro de la ciudad.
Nada más lejos de la realidad, pues si bien, la casa y sus habitantes representaron en otros tiempos la intrusión de una cultura extranjera en las costumbres y la realidad de una pequeña ciudad mexicana, como era la nuestra a principios del siglo pasado, fue mucho más el beneficio que el patriarca de la familia Purcell le trajo a Saltillo. Esta ciudad y gran parte del estado de Coahuila no podrían concebirse sin la personalidad y la visión empresarial de don Guillermo Purcell, constructor de la casa en la calle de Hidalgo y fundador de la familia que la habitó hasta los años 70 del siglo pasado.
Guillermo Purcell fue uno de los más dinámicos empresarios del norte del País. Su visión para los negocios y su perseverancia le permitieron construir una gran fortuna y contribuir con ella al desarrollo económico del estado. Incursionó en campos tan diversos como la banca, la minería, el cultivo del algodón y la ganadería. Irlandés de nacimiento, llegó a Saltillo en 1866 a la edad de 22 años y aquí fijó su residencia. Contrajo matrimonio a los 30, con Helen O’Sullivan, nacida en México, D.F., pero de padres ingleses y educada en Inglaterra. Procrearon ocho hijos: dos varones, que murieron sin descendencia, y seis mujeres, de las cuales la mayor falleció aún niña, dos se casaron y se fueron a Inglaterra, y tres permanecieron solteras, por lo que el apellido Purcell no sobrevivió. A la muerte de don Guillermo, en 1909, doña Helena se fue a vivir a Berkshire con sus tres hijas solteras. En cuanto a las casadas, su hija Bridget y su esposo pasaban grandes temporadas en la casa de Saltillo atendiendo sus negocios en México, a veces acompañados de Mamie, su única hija, y en ocasiones se les unía Katerine, la otra hija casada, con sus cinco hijos, y todos, principalmente los niños, pasaban esas temporadas muy contentos en la casa de Saltillo, pues las tres hermanas solteras habían regresado al morir doña Helena, en 1931, y permanecieron ahí hasta su muerte. Lucy falleció en 1959, Anita en 1971 y Elena en 1977.
Ciertamente, la fachada de la Casa Purcell, lo que más resalta, es tan ajena al paisaje saltillense por su estilo, materiales y elementos decorativos, como tan cierto es que, con más de un siglo de existencia a cuestas, la casa se ha integrado al paisaje urbano, volviéndose parte del horizonte del centro histórico. Enclavada en el corazón de la ciudad, a unos cuantos pasos de la catedral y el Palacio de Gobierno, a nadie le parece extraña su presencia, convertida en un centro cultural que conserva sus acabados interiores en pisos, escaleras, techos, vitrales, chimeneas, candiles y, en la parte trasera, los exteriores de ladrillo aparente, muy posiblemente fabricados con la arcilla de la región.
Yo recuerdo todavía a Anita y Elenita Purcell. Vivían en Saltillo como si vivieran en Inglaterra. Los domingos salían de su casa, ataviadas con sobrios y elegantes vestidos y cubiertas sus cabezas con pequeños sombreros, de los que pendía un fino velo que les cubría medio rostro, para oír, en la primera banca de la Catedral, la misa oficiada por el obispo Guízar Barragán. Sobra decir que las señoritas Purcell eran las únicas que en Saltillo usaban sombrero en la iglesia, y en la calle, y también las únicas que no perdonaban el té de las cinco de la tarde: el terrón de azúcar en la taza, bañado lentamente por el chorro de la humeante tetera de porcelana inglesa Royal Albert.