La vida es una sola y nada más
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Cuando yo era profesor de Literatura en el Ateneo (inefable dicha) sacaba a mis alumnos del salón, los llevaba al jardín, los hacía sentar sobre el césped y ahí les leía poesía y cuentos. Eso les gustaba mucho. Cierto día les leí un cuento de Chejov, “Tristeza”. Este cuento, a mi juicio, es uno de los tres textos más tristes que se han escrito en la historia de la Literatura Universal. El segundo es la muerte del rey Lear en la obra de Shakespeare, y el tercero es la letra de la canción “La barca de Guaymas”, escrita por don José López Portillo y Rojas. Los tres textos están pa’ llorar, en el buen sentido de la palabra.
“Tristeza” es el relato de un cochero al que se la ha muerto su único hijo, un muchacho que estaba en flor de edad. Lleno de pesadumbre, el desventurado padre quiere compartir su pena, hablar con alguien de la desgracia que ha sufrido. Nadie quiere escucharlo: sus clientes van borrachos, o llevan prisa, o no se les antoja hablar. En la taberna lo rechazan porque apaga con sus penas la bulliciosa alegría de los otros. La portera de la casa en que vive tiene mucho qué hacer como para ocuparse de otros. Entonces el cochero va al establo donde guarda a su caballo, se sienta junto a él y le cuenta su desgracia.
-Así es, hermanito caballo: se murió mi muchacho. Yo ya me he vuelto viejo para trabajar; el hijo es el que tenía que hacer esto. Pero se me murió... Imagínate que tú, por ejemplo, tuvieras un potrito, y que de pronto, sin qué ni para qué, ese potrito pasara, digamos, a mejor vida. Sería una lástima ¿verdad?
El caballo. Parece entender la pena de su amo. Acerca sus belfos a las manos del cochero y resopla como en una caricia. Y dice Chejov: “... Iona se anima, y se lo cuenta todo”.
Terminé de leer aquel cuento a mis alumnos del Ateneo. La mañana, recuerdo, era friecilla y nebulosa, como deben ser las mañanas en San Petersburgo. Levanté la mirada al terminar la lectura. Las muchachitas estaban todas tristes. Algunas tenían asomos de lágrima en los ojos. Los muchachos, en cambio, se veían indiferentes.
-Nadie habla con un caballo -comentó uno.
En otra ocasión leí un segundo cuento de Chejov. Este se llama “La muerte del funcionario”. Un burócrata de segundo orden estornuda en el teatro, y se da cuenta, preocupado, de que al estornudar ha salpicado con su saliva la calva del hombre que está delante. El hombre es su superior en la oficina. Se disculpa, aturrullado, y el hombre, hosco, le responde que aquello no tiene importancia y se limpia la calva con un pañuelo. En el intermedio busca al jefe y le ofrece una nueva disculpa. Él le repite lo que le dijo antes. Esa noche no duerme el infeliz burócrata. Al día siguiente se pone su mejor ropa, acude a la oficina del superior y se disculpa otra vez. El sujeto se enoja por la insistencia. Al día siguiente, desesperado ya, el burócrata se va a disculpar de nuevo. El director, fuera de sí, lo echa de la oficina con frases destempladas.
“...Cherviakov -narra el escritor- sintió como si algo se le hubiera desprendido en el estómago. Sin ver ni oír nada se encaminó a su casa. Llegó, y sin quitarse siquiera el uniforme se acostó en su cama y se murió...”.
Cuando leí ese cuento las alumnas sonrieron, burlonas. Los alumnos, en cambio, se preocuparon.