Libertad de expresión e ideología, ¿cuáles son los límites?
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“La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público; el derecho de réplica será ejercido en los términos dispuestos por la ley. El derecho a la información será garantizado por el Estado”, esto dice a la letra el artículo 6 Constitucional.
Es un derecho fundamental conseguido tras muchas luchas y reivindicaciones sociales y es factor de equilibrio y gobernabilidad. Es un tema que tiene que ver con la autonomía moral, fundamento de la dignidad humana. Le pregunto: En la actualidad los medios de comunicación, algunos empresarios, organizaciones y partidos políticos, sociedad civil, ciudadanos de a pie y gobierno ¿transgreden este derecho? Por supuesto, con la mano en la cintura.
Muchos se han preguntado ¿cuáles son los límites de la libre expresión? Pues aquí están: los ataques a la moral, la vida privada, los derechos de terceros, la provocación de delitos o la perturbación del orden público. No es un tema subjetivo o relativo. Es decir, algunos podrían decir, bueno el artículo 6 para mí es esto y para ti puede ser otra cosa. O bien, todo es relativo.
Lo cierto es que ahí ésta la letra, sin embargo, en una sociedad de doble discurso/doble moral y de simulación, como en la que vivimos, tiramos la piedra y escondemos la mano, fingiendo –dependiendo de las circunstancias– demencia porque así nos viene bien. Que tengamos formas distintas sobre como manifestamos nuestras ideas, que es el inicio del artículo 6, afirma la democracia. Pero que todo lo veamos, dependiendo del cristal con que se mira, es incurrir en un relativismo moral que lastima la multiculturalidad, la pluralidad, la inclusión y por tanto la democracia.
No pasa nada, se sobreentiende, como afirma Michel Foucault, que es el lugar desde donde se emite el discurso, fundamental para entender qué se quiso decir con lo que se dijo. Porque la ideología, es decir, las posturas políticas y religiosas son connaturales a los seres humanos; y en una democracia, ¿en dónde ésta el problema? A menos que no seamos tan democráticos, como afirmamos serlo.
Las opiniones que emitimos, las decisiones que tomamos, los comentarios que hacemos, las posturas que tenemos, tienen como base nuestra cosmovisión, es decir, nuestra lectura de la sociedad y del mundo y evidencian quiénes somos y de qué estamos hechos. Qué unos sean iusnaturalistas y otros iuspositivistas, de derecha o de izquierda, religiosos o ateos, capitalistas o socialistas, pobres o ricos ¿Por qué lo vemos mal? Inevitablemente, como afirma Pêcheux en su texto “Hacia un Análisis Sistemático del Discurso”, los discursos siempre están asociados con los modos de producción económicos, sociales, políticos e ideológicos dominantes.
El problema no radica en el lugar que ocupamos en la sociedad, sino en la necesidad imperiosa que tenemos de transgredir la libertad, imponer nuestras cosmovisiones como las únicas y despreciar la forma como otros ven la vida. Stuart Mill, Locke y los padres del liberalismo siempre vieron los límites de las libertades humanas donde comenzaba la libertad del otro, ahí mismo se encuentran los límites de la libre expresión como derecho.
La libertad de expresión no puede depender del apoyo gubernamental, de los prejuicios, del egoísmo, de los intereses o de los beneficios que reciben o no los que acusan sentirse reprimidos. No puede depender de la ideología, la adhesión partidista, la religión, la tendencia, las preferencias, el grupo social del que se proviene, el lugar donde se nace, el nivel económico; cultural, educativo, profesional, la simpatía, la galanura o la edad o las simpatías que el gobierno tiene o no si hablan en su contra.
¿Qué la democracia no tiene como característica la diversidad, la pluralidad, las diferencias y el consenso? Depende, entonces, básicamente del respeto al otro, en las modalidades manifestadas por el Sexto Constitucional, que son los mínimos establecidos al respecto. Que no se pongan de acuerdo los diferentes grupos que conforman la sociedad o, que bajo cualquier motivo, se quieran salir con la suya, ofende la inteligencia de muchos ciudadanos que le apostamos a la democracia.
La diatriba de la cancelación de la libertad de expresión por un grupo de personalidades en el ámbito de la comunicación, acostumbrados a tener el monopolio de la opinión y de las formas de vida en la sociedad mexicana, es un escudo de protección contra las grandes y magras ganancias que obtuvieron en otros tiempos y que hoy buscan blindar con la mordaza de la que nunca hablaron en tiempos de Julio Scherer García, José Gutiérrez Vivó, Carmen Aristegui u Olga Wornat. Y no sólo eso, sino las grandes omisiones a las injusticias cometidas por muchos gobernantes, donde ganaron mucho más por lo que no dijeron que por lo que comunicaron, y que practicaron a la letra lo que José López Portillo decía: “no pago para que me peguen”. Así las cosas.