Nicaragua: el gobierno se atrinchera
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Protegido por un inmenso cordón policial en el seno de Managua, compuesto según una fuente con información privilegiada de 2 mil oficiales leales, la pareja presidencial de Nicaragua acaba de terminar el año más revoltoso de los últimos mandatos sandinistas con mano de hierro.
El presidente Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, motivados por la supuesta necesidad de envalentonarse frente a los golpistas, criminales y terroristas que -según ellos- asedian su país “cristiano, socialista y solidario”, cerraron ONG y medios de comunicación, expulsaron dos organizaciones internacionales de derechos humanos, prohibieron protestas y avanzaron con los centenares de juicios secretos contra estudiantes y campesinos.
Además de la feroz represión que se desplegó contra la revuelta opositora desde abril a julio, siguió un acoso menos conspicuo pero cada vez más enérgico en manos de los jueces y las fuerzas de seguridad. Este es el discurso idiosincrático de resistencia por parte del gobierno nicaragüense que consterna a la región latinoamericana. Un gobierno opresor, aislado, salvo por sus amistades con otros Estados autoritarios, que insiste en ser víctima de un complot destabilizante urgido por siniestros enemigos.
Los discursos de paz y reconciliación de Ortega y Murillo se entrelazan con los actos propios de un Estado policial. Más de 300 personas, la mayoría opositores, murieron durante las protestas generalmente pacíficas desencadenadas en abril por un polémico plan de reforma a la seguridad social. El gobierno sandinista se jacta de su historia revolucionaria, y la hazaña de haber derrotado el dictador Somoza en 1979 - además de Cuba, la única revolución exitosa en América Latina desde 1945-. A la vez, se asemeja más que nunca al viejo régimen. El Chipote, la siniestra cárcel en que languidecen muchos de los 600 procesados hoy en día por supuestos actos de terrorismo, fue el mismo lugar donde internaron a Ortega durante la dictadura.
Por cierto, el sandinismo ha mantenido a lo largo de la última década un apoyo popular importante. A pesar de varios años de alto crecimiento económico, Nicaragua sigue siendo el segundo país más pobre per cápita en el hemisferio después de Haití, y como consecuencia las necesidades básicas muchas veces priman sobre la valoración pública de la democracia representativa. La leyenda revolucionaria y la guerra civil en los años 80, los programas de bienestar y acción comunitaria y el dominio del aparato estatal ha facilitado la construcción de férreas lealtades que componen alrededor de un tercio del electorado, lo cual ha asegurado a Ortega repetidas victorias electorales.
Aun así, el derrame de sangre y las demostraciones de fuerza implacable por parte del gobierno han socavado este apoyo, hasta bajarlo desde 67 por ciento en 2017 a 23 por ciento, según el último informe de Latinobarómetro. Según muchas partes de la amplia y ecléctica coalición opositora, la caída en picado de la popularidad del gobierno, más la ruptura con sus aliados en el sector privado y la Iglesia Católica, el aislamiento en América Latina y el colapso económico provocado por el levantamiento cívico y su represión - con una contracción prevista por el FMI de 4 por ciento este año - muestra que Ortega está en el crepúsculo de su carrera. De una forma u otra, pronto tendrá que cumplir con la demanda que un líder estudiantil le espetó en mayo durante los fallidos esfuerzos de diálogo entre gobierno y oposición: “¡Ríndase!”
Para Carlos Chamorro, una de las voces más elocuentes de la oposición y temidas por el gobierno, el auge represivo “representa el punto final de agotamiento político del régimen Ortega-Murillo”. Pero mientras se agota, tiene a su disposición un arsenal de poderes estatales, policiales, judiciales y económicos suficientes para paliar el desgaste político. Las miserias de Venezuela muestran que aun un gobierno que presida calamidades económicas y recibe condenas regionales por su cierre de espacios democráticos puede perpetuarse en el poder y permitirse recurrir a las urnas, donde un sistema electoral manoseado le asegura la victoria eterna.
El gobierno de Ortega, auto proclamado heredero de la revolución sandinista, también tiene la particularidad de sentirse atrapado en los sentimientos políticos forjados en los 80. La guerra entre David y Goliat que conllevó la insurgencia Contra, financiada por los EEUU, le presta una perspectiva de la geopolítica basada en la lucha contra las probabilidades por la supervivencia. En una entrevista concedida a EFE en septiembre, el mandatario afirmó que los responsables por las muertes en las protestas “son los que han promovido, financiado y alimentado estos actos y detrás está la política norteamericana de la Florida”.
La ira inicial de las protestas, y el reclamo opositor de que Ortega y Murillo abandonaron el poder y convocaran elecciones adelantadas - demandas provocadas en gran parte por la violencia letal dirigida contras las primeras manifestaciones - reforzaron su recurso predilecto a la percepción de asedio. Aunque en aquellas fechas Ortega habría incluso contemplado elecciones anticipadas, diplomáticos estadounidenses que participaron en un intento de mediación aseguraron que jamás habría accedido a no presentarse a los comicios. Semanas después lanzó su “Operación Limpieza”. Desmantelaron unas 200 barricadas por la fuerza, cerraron espacios de dialogo, intimidaron a los curas que habían intentado mediar en el conflicto y detuvieron a muchos opositores.
En un contexto internacional donde el respeto a los derechos humanos y a la democracia representativa está menguando, las condiciones para una respuesta diplomática que busca favorecer la moderación del gobierno de Ortega y un reinicio de negociaciones con la oposición son inhóspitas. Por un lado, el gobierno desoye o condena los mecanismos multilaterales críticos con él, expulsando las misiones de monitoreo de derechos humanos de la ONU y de la Organización de Estados Americanos, y acusando a esta última junto a la UE de “intervencionistas”.
Por otro, las sanciones impuestas por EEUU refuerzan la narrativa del gobierno de golpe de estado así como sus alianzas con Rusia y China, especialmente después de que estas medidas señalen directamente a Murillo y previsiblemente afecten a otros funcionarios sandinistas en el futuro.
Presionar a Ortega es esencial para proteger a las víctimas de la represión y evitar que se reactive el ciclo de protestas y violencia estatal. Pero el acceso al palacio presidencial y el diálogo con un gobierno sandinista cada vez más aislado requerirá de medidas de confianza y nuevos canales de comunicación entre el ejecutivo y la comunidad internacional, sobre todo los países de América Latina, la UE y el Vaticano.
Si cada demanda o propuesta de reforma electoral o judicial podrían complicar esta tarea, cada omisión fortalece la impunidad del régimen. Maniobrar en este difícil equilibrio de fuerzas no será tarea fácil, pero la presencia y presión internacional constante son la única forma de impulsar vías de diálogo en 2019 mientras el gobierno tiene la fuerza a su favor y al pueblo en su contra.