SEMANARIO: Reportaje; Vidas rotas
COMPARTIR
TEMAS
Un día despertaron con la noticia de que tenían Sida. Sus familias los abandonaron en su enfermedad y hoy, pasan sus últimos días en la Casa del Cristo Roto en Monterrey. Aquí sus historias.
Monterrey, NL.- Esta mañana "El Gorila" se levantó más inquieto que de costumbre. Y quién no, si todita la noche se la pasó soñando con la muerte. - Toda la noche soñé pura muerte.
- ¿Cómo?
- A la muerte.
- Y cómo era, "Gorila".
-Una mujer muy alta, con el pelo largo hasta la cintura, y traía una bata blanca, de esas, como de dormir. Dice que no ha soñado otra cosa las últimas noches desde que Lupe, su hermana, le advirtió que si seguía de vago y no tomaba sus medicinas, la muerte... se lo iba a llevar.
"'¡Te va a llevar!' -me dijo- `la muerte te va a llevar, tienes que ir a ver al doctor, manito'", me platica cuando, después de vencer el miedo, me atrevo a cruzar la cerca metálica y chaparra que separa a la cocina de la azotea, en la Casa del Cristo Roto, un albergue en Monterrey que atiende a enfermos terminales de Sida.
"El Gorila" es más bien moreno, tiene la piel del rostro pegado al esqueleto, el cabello negro y crespo, justamente como el de un orangután, y unos ojos que se abren grandotes nomás de contarme que también despierto, y de día, ha visto a la muerte rondar por los pasillos y los cuartos de este refugio, ubicado en la calle Guitarra 9528 de la colonia Fomerrey 112.
"Yo la he visto, la veo". me dice de nuevo, mientras echa al tendedero una cobija de cuadros pardos, que despide un tufo a orines recientes.
Es la cobija con la que anoche "El Gorila" se tapó del frio, cuando sus compañeros del albergue lo mandaron a dormir, junto con otro enfermo, al "cuarto de los muertos".
"De los muertos", así le pusieron los muchachos del refugio, porque es ahí donde han visto morir a todos los infectados con Sida que han entrado por la puerta de esta casa y salido con los pies por delante.
Será por eso que el "Gorila" no tuvo buena noche, se levantó de la cama más tarde que otros días, con el cabello erizado, el pantalón empapado y una cara como de haber visto al diablo.
"Yo creo que sí, ¡me va a llevar la muerte!, que va a venir por mí, va a venir", me dice ahora poniendo cara como de entierro y haciendo un ademán de acecho con sus manos renegridas y sus uñas amarillentas y largas, como de tres centímetros. Pero "El Gorila" no estaba así, aseguran quienes lo conocen de años.
Era uno de esos travestis con cuerpo de mujer, que día y noche talonean en esa colonia de prostitutas y homosexuales que es "La Coyotera".
"El Gorila" era de esos a los que no les faltan clientes "guapos" que los llamen con la mano y los inviten a subir a sus carros.
Un día llegó a la Casa del Cristo Roto, lo trajeron sus familiares, "su tía", cuentan sus compañeros, y aquí estuvo algunos meses hasta que una de esas mañanas nubladas y tibias de septiembre, se escapó.
Otra tarde lo trajo de nuevo la tía, esta vez con la novedad de que, andando hasta el tope de mezcalito y piedra, lo había atropellado un automóvil.
"Vino la tía y le dijo a Victor, el encargado, `ándale, deja que se quede', él ya no lo quería aceptar, pero le dice la señora `hazme el paro, yo tengo más hijos y no lo puedo ver'", me narra en otro lugar y otro tiempo Marcos, otro de los internos, pero de él hablaremos más tarde.
Desde entonces "El Gorila" no coordina, y como dicen sus amigos del albergue, "quedó chisquiado". Todo el santo día se la pasa en la azotea, divagando, con los ojos extraviados y acompañado solamente por dos perros de la calle, blancos los dos, uno grande y el otro chiquito, que, como al "Gorila", también recogió el albergue.
Pero al "Gorila ya nada le importa, al fin y al cabo que "ya me va a llevar la muerte", me dice, se da la media vuelta, jala del tendedero un suéter café a rayas, lo sacude en mis narices y se lo mete por las mangas.
Nadie creería que con los 39 grados que a esta hora de la mañana cuecen a Monterrey "El Gorila" tuviera frio, pero sí, "El Gorila" tiene frio.
Como el frío que sintió Juan el día que vio quedarse con los ojos fijos y la boca entreabierta, a un enfermo que trajeron casi moribundo a la Casa del Cristo Roto, hace algunas semanas.
Era un hombre como de 40 años, con las piernas tan delgadas que parecía que iban a quebrársele y unos como hongos clavados en los labios; me cuenta Juan, después que bajo de la azotea por unas escaleras serpenteadas hasta una habitación del refugio, para charlar un rato con él.
"Fui el único que lo vió, eran como las 3:00 de la tarde, nomás abrió la boca, hizo ¡aaaaah!", Juan interrumpe de golpe el relato, como para guardar un minuto de silencio.
Ahora estoy frente a él, sentado en un sillón de esta cuarto donde se respira un olor a ropa sucia y hay un cuadro grande con la imagen del Señor de la Misericordia, santo patrono de los enfermos terminales.
Juan está recostado frente a mí en su cama, la misma en la que el enfermo que me cuenta pasó sus últimas horas. Recuerda que después que se llevaron el cuerpo, alguien se encargó de cambiar las sábanas sucias por limpias, y Juan, que había sido trasladado a otro cuarto la tarde que trajeron al paciente en agonía, volvió a su cama.
"Como a las 11:00 de la noche vino la funeraria por él, cuando ya se lo iban a llevar nos preguntó uno de los señores `¿no le han quitado la sonda?', dijimos `no' y dice `ese es trabajo de ustedes'", me narra el hombre alto, apiñonado, de cabello lacio, que es Juan.
- ¿Te dio miedo acostarte en esa cama?
- Sí, pero me tomo las pastillas que me dio el doctor para dormir y no despierto en toda la noche. Aún así Juan me dice que nada se compara con el miedo que sintió, cuando en una visita al médico leyó en el pizarrón del consultorio su nombre escrito con letra grande y enfrente las iniciales VIH.
"Me dijo el doctor `¿ya sabes a que vienes?', le pregunté `¿a qué?', dice `mira, ahí está tu nombre'. Sentí como si se me hubieran caído las nubes encima, que ya no me iba a levantar", relata Juan como arrastrando las palabras y acaba por contarme su historia.
Sucedió una de esas noches que salió de su trabajo en una tienda de autoservicio. Eran más de las 12:00, Juan caminaba por las calles de Arteaga y Cuauhtémoc, en el centro de Monterrey, cuando escuchó la voz de una mujer que lo llamaba.Era una muchacha, así, chaparrita, pelirroja, y bien buena.
"Me dijo `ven, ¿no quieres ir al cuarto' y le digo `¿cuánto me vas a cobrar?', dice `120' y le dije `traigo 100 pesos, ¡si quieres!' y dice `está bien'.
"Yo no traía condón, nos metimos al cuarto y ahí duramos un buen rato porque yo no me podía vaciar. Ella me quería dejar así y le digo `no, ahora me cumples'. ¡Esa mujer fue la que me infectó!", suelta Juan conteniendo los sollozos.
Ya se ha hecho de tarde y a nadie en el albergue le extraña que hoy Juan tampoco se haya levantado de la cama, así viene sucediendo desde el día en que se cayó, perdió la fuerza en las piernas, el sueño y a ratos la lucidez.
Lo mismo le pasó a "La Carol", una mañana que andaba haciendo su ronda por la azotea. Se había encaminado por una de las orillas con su embarazo de tres meses para echarse al sol, cuando de repente perdió pisada y cayó al vacío.
Nomás se oyó el costalazo. A los tres días, "La Carol" dio a luz seis cachorritos muertos, y, antes que al "Gorila", a ella la muerte se la llevó.
Esta vez, Marcos, que aparte de cocinar es como la mamá de todos los pacientes de la Casa del Cristo Roto, me cuenta esta historia, mientras sentado a la mesa de la cocina que está en la azotea del albergue, rellena las tortillas con carne deshebrada, las enrolla y las pone sobre una bandeja negra. Luego va hasta la estufa y comienza a dorar las flautas en una cacerola con aceite hirviendo.
En eso a Marcos le viene el recuerdo de sus amigos travestis de la colonia Garza Nieto, mejor conocida como la "Coyotera", que acostumbraban inyectarse hasta 15 litros de aceite comestible por todo el cuerpo, para verse como mujeres.
"Mientras uno inyectaba, otro llenaba las jeringas y así. Había una tan hermosa, ¡hermosa!, bien torneada ella, eso sí cuando las encueraban ahí nomás se les saltaban los abscesos por todos lados".
Luego trae hasta la mesa un manojo de chiles verdes, que desflora por el rabo y los pone sobre otro sartén. Sentado en una silla lo veo ir y venir por la cocina, cojeando de la pierna izquierda. Es otro de sus recuerdos, el que le dejó un tráiler que lo lanzó cuando caminaba por la orilla de la carretera, una noche que salió a buscar clientes.
Marcos se había pasado de droga y alcohol. Cuando despertó estaba en el cuarto de un hospital, conectado a una botella de suero y le habían metido unos clavos de platino en la pierna izquierda.
Él es bajo de estatura, delgado, moreno, de rostro afilado, sonríe poco y lleva un mechón castaño atrás de la cabeza, sujeto con una pinza.
"Me dijo la muchacha que me cortó el pelo el otro día: `si quieres quedarte con la trenza', le digo `no, ya pa qué la quiero, no sirve para nada, ya me voy a morir'", dice Marcos y echa al vaso de la licuadora los chiles, el perejil y el aguacate para la salsa.
Las paredes de la cocina, donde ya huele a flautas de carne de res, bañadas con guacamole, están decoradas con las figuras de Piolín, Bugs Bunny y Tiger. Son los adornos que Marcos hace en sus ratos libres para sacar dinero, desde que dejó la `taloneada' y vino a refugiarse a la Casa del Cristo Roto.
Su pareja había muerto de Sida y a los pocos meses, Marcos descubrió que él también estaba infectado. No sabe por qué, pero a Marcos le ha venido ahora el recuerdo de otros amigos, a quienes vio morir de Sida en "Simón de Betania", otro albergue de Monterrey, que es atendido por monjas.
Dice que los muertos nunca le han dado miedo, muchas veces iba solo a velarlos en una capilla que había en aquel refugio. Se sentaba a un lado de la mesa donde los colocaban y les descubría la sábana blanca para verles la cara . "Parecía que estaban durmiendo y yo nomás decía 'ay Dios santo, pero si hace un rato que estaba platicando con él`". Estamos conversando otra vez sentados a la mesa, es hora de que Marcos tome su medicamento. Se levanta y vuelve a la mesa con un vaso de agua y cuatro pastilla de color naranja, que traga al mismo tiempo.
Otra vez le han vuelto sus recuerdos, el de su familia, su madre, a quien casi no ha visto desde que tenía 11 años, cuando dejó su casa en Taxco, Guerrero para irse a vivir solo, de eso hace 30 años.
Me cuenta que la última vez que estuvo allá, su madre se puso muy contenta de verlo, lo llevó a las tiendas y le compró ropa de mujer, muy bonita.
"Me acuerdo que de chico ella me daba a escondidas polvos y esas cosas que usan las mujeres".
Marcos ignora cuánto tiempo más va a permanecer en la Casa del Cristo Roto, sabe que no se irá, mientras no se aburra y regrese a la "Coyotera", o de plano venga la muerte para llevárselo.
Y hace tiempo que la muerte se mudó, como uno más de los internos, a la Casa del Cristo Roto, reflexiona Fernando, mientras caminamos rumbo a la tiendas del barrio para comprar un refresco.
En la calle se oye el griterío que han armado unos niños que juegan en la banqueta, mientras aspiran el olor como a podrido que despide la planta de basura de la ciudad, situada a una cuadra del albergue.
Varias mujeres nos miran, sentadas debajo de los árboles o recargadas en el marco de la puerta de sus casas, la mayoría de una sola planta y de fachada más bien humilde.
Pasamos ahora frente a unas bardas grafiteadas, donde unos chavos banda intercambian miradas, cuchicheos y algunos se aventuran a lanzar un chiflido, cuando pasamos delante de ellos, como si hubiera pasado una muchacha de buen ver.
Fernando me platica que ya está acostumbrado a estos ambientes, pero que de un tiempo a la fecha le cuesta trabajo aceptar su realidad.
Me cuenta que al principio no podía creer que después de haberse prostituido 25 años de su vida en el centro de Monterrey, sin usar condón, se hubiera contagiado de Sida. Entonces Fernando era joven, usaba vestidos, maquillaje, aretes y nalgas postizas.
De regreso a la Casa del Cristo Roto, Fernando me platica que en un solo día llegó a tener hasta 15 clientes, de todas las variedades y calibres, "unos feos, otros guapos, otros flacos, otros panzones, jóvenes, viejos...".
Fernando lleva puesta una playera azul, un pantalón blanco y una gorra guinda que deja ver su pelo canoso, tiene 60 años, confiesa, cuando entramos en la sala principal del albergue decorado con crucifijos, imágenes de la Virgen de Guadalupe, la bandera del arcoiris y una serie de máscaras que bien podían ser los rostros del "El Gorila", de Juan, de Marcos o del mismo Fernando.
"Ya qué, no me queda más que irla pasando y pasarla lo mejor posible", remata como poniendo cara de arrepentido cuando le pregunto sobre su futuro.
Se ha hecho de noche, son mis últimos minutos en la Casa del Cristo Roto y aprovecho para echarle un ojo, también por última vez, al "cuarto de los muertos", ese lugar húmedo, oscuro y que huele como a sudor agrio. Veo que alguien duerme en una de las literas, es "El Gorila".
¡"Gorila", "Gorila"!, le hablo para despedirme, pero él ni se inmuta. "Oye, ¿no se habrá muerto `El Gorila'?", suelta Marcos.
La última morada
Victor Manuel Gallegos ya perdió la cuenta de los enfermos que ha visto morir de Sida y llevado a enterrar al panteón municipal de Monterrey, sin más compañía que la de los sepultureros.
"No a diario, pero yo creo que cada tercer día sí sacamos a alguien que ya se fue. Les damos el último adíos aquí y somos una o dos personas los que los llevamos al panteón, porque muchas veces no hay familia, nadie quien los acompañe", comenta Victor quien desde 1986, entregó su vida a cuidar enfermos terminales.
Luego de haberse iniciado como socorrista de la Cruz Roja a los 13 años, después como miembro de la primera generación de paramédicos de Monterrey y más tarde como enfermero, Victor decidió convertir su casa particular en un albergue para enfermos con Sida en fase terminal, la Casa del Cristo Roto.
-¿Quiénes son los que llegan aquí? - "Es gente de escasos recursos, que llevó un estilo de vida distinto al de nosotros, que en ocasiones llevan trabajo sexual. No todos, pero una parte de ellos sí.
La charla transcurre en la sala del refugio y de frente una colección de máscaras que adornan una pared de color rosa -¿Que son esas máscaras?- "Es el rostro del violador, del homosexual, del indigente, que es rechazado; del indio, que es rechazado. En el rostro de los peores seres humanos existe Cristo, y ese Cristo que existe está escondido, por eso se llama la Casa de Cristo Roto.
"Son las diferentes máscaras que tiene el ser humano, pero a fin de cuentas, en el fondo de su ser, está la presencia de Dios".
Ahora subimos al comedor, Victor me muestra unos collares de semilla, cuarzo y concha, que los internos han elaborado durante el día para ayudar al sostenimiento del albergue, pero además como terapia ocupacional. Me platica que de vez en cuando la casa recibe el apoyo de la Divina Providencia, una institución de asistencia social en Monterrey que los provee de comida y medicamentos.
Pero la ayuda no es suficientes y el albergue debe ya, tan sólo en recibos de agua, más de siete mil pesos."Tenemos un año con el agua reducida por la falta de recursos".
Después me cuenta que desde hace algunos años la Casa del Cristo Roto, optó por renunciar, como una forma de protesta, a los recursos que ofrece el Gobierno de Nuevo León para este tipo de instituciones, porque eran insuficientes e inadecuados.
"Nos dicen `te vamos a financiar, pero tienes que hacer el proyecto por 60, 70 mil pesos', hay medicamentos que cuestan hasta 30 mil pesos, ¿70 mil pesos por año?, en los tratamiento se va hasta en menos de un mes". Explica que con todo y sus problemas económicos la Casa del Cristo Roto ha sido el lugar donde muchos enfermos encuentran la familia que nunca tuvieron.
"A alguna gente la hacemos hermanos, sobrinos, hijos, somos papás, mamás, aceptamos el papel que él quiera que nosotros tengamos para con él.
"La satisfacción que nos queda es el habernos dado a él y que se haya ido con una calidad de muerte buena, que se haya ido como hijo de Dios, que haya tenido una muerte digna", cierra Victor.