Iconografía sagrada
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El acto simple de caminar por las calles del centro de Saltillo o de cualquier otra ciudad de México nos depara uno de los hallazgos más curiosos que podamos imaginar y en el que no sé si reparamos del todo: las tiendas de artículos religiosos. Me encanta ver sus escaparates, entrar en ellas y husmear en las vitrinas y los pedestales de exhibición “escultórica”.
Penetrar en estos almacenes es como entrar en un panteón pagano –espero se me disculpe el símil-, pues la muchedumbre
de seres santificados y aureolados de divinidad se nos viene encima literalmente. La lista de estos personajes sagrados es interminable y las versiones de sus vidas, hechos y milagros son tan variadas, que resulta imposible no recordar la mitología griega o los miles de dioses, y de sus avatares, que componen las diversas ramas del hinduismo.
Desde la máxima jerarquía celeste, ocupada por Dios Padre, hasta el más o la más reciente beato/a que la Iglesia ha tenido a bien consagrar, todo este “olimpo” católico se parece mucho al otro, y es bastante semejante a la contradictoria idea prehispánica de un dios único en contraposición a la multitud de dioses que encontramos en aquella/s religión/es, aplastada/s por el cristianismo hace varios siglos.
A la Santísima Trinidad se la representa de múltiples maneras, pero como es obvio, siempre alude al misterio del tres; ese número tres que tanto tiene que ver en “La Divina Comedia” del Dante: Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero no como abstracciones sino como entidades tangibles: un hombre barbado y de edad provecta, un hombre joven y luminoso y una paloma blanca. De ese Triángulo Sagrado para abajo todo se complica aún más, por si no fuera suficiente esta complejidad tripartita, heredera, por cierto, de las más antiguas culturas del mundo.
Desde la infancia suelo mirar con curiosidad y atención todas estas figuras santificadas por una institución que, según mi opinión y para mi desgracia, ha perdido mucho de su credibilidad. Desde niño he visto la misteriosa imagen del Sagrado Corazón, por ejemplo; lo he visto representado en diversas versiones, desde las más “convencionales” hasta las más “innovadoras”, pero no creo que ninguna de ellas haga justicia al verdadero hombre que debió de ser Jesús, el nazareno.
Muchas de las imágenes que conocemos de Jesús o de Jesucristo son, de hecho, una invención europea. El amaneramiento y la mariconería con que a veces se le presenta constituyen una suerte de apoteosis del kitsch. ¿Hay alguien que, de verdad, pueda rendir culto a una imagen tan alambicada, histriónica, edulcorada y cursi de Jesús? No hablo aquí de “barroco”, de “rococó” o de cualquier otra corriente, sino de algo que no sé cómo llamar. Me parece que fueron los alemanes W. Benjamin y T. Adorno los primeros en detectar esta encantadora característica de la modernidad: la cursilería. En el sentido iconográfico de Jesús, otra cosa es Bizancio.
Pues bien, no parece aventurado afirmar que casi toda la iconografía católica es deliciosamente kitsch. Me pregunto desde qué época… Algunas tardes he estado contemplando largamente las representaciones de San Gabriel, por ejemplo, o las de San Miguel, San Judas Tadeo, San Charbel, San Jorge y el Dragón, San José, la Virgen de Guadalupe, la Virgen de San Juan de los Lagos, la Virgen de la Purísima Concepción… Las he visto elaboradas en todo tipo de materiales: en formato bidimensional y tridimensional, insertas en pulseras o collares, pendientes de llaveros y rosarios, ricamente coloreadas o monocromáticas…
Me asombra la creatividad de nuestros artesanos, aunque muchas de estas piezas suelen ser importadas de Italia, según se me ha dicho en estas tiendas. Más me asombra, sin embargo, la exuberante imaginería católica, tan diversa y simbólica, tan llena de personajes interesantes y de leyendas ¿o de mitos? Tal imaginería está ausente en otras ramas del cristianismo, plásticamente austeras y de una desnuda sobriedad. Ante el ascetismo icónico de estas corrientes protestantes u ortodoxas, el catolicismo parece un festival de la imagen.
A través del cristal del escaparate veo una pieza tridimensional de gran tamaño del Arcángel San Miguel: su pie izquierdo aplasta el cuello de un demonio que yace en el suelo rocoso. Con atlética facilidad el Arcángel reduce al Demonio, sosteniendo en su mano derecha una balanza y en la izquierda, amenazante, su espada; extrañamente, el ángel va vestido –o armado- como un legionario romano: su torso está protegido por un ceñido peto, lleva puestos un faldellín, unas sandalias de cuero y un ondulante y casi teatral manto. El Demonio se mantiene sojuzgado por este ser angélico, pero su horrenda cabeza se yergue, tratando de mirar el rostro de su verdugo. Ambos poseen alas, pero las del Arcángel parecen de águila, mientras que las del “enemigo malo” semejan alas de murciélago. Describo esta imagen desde la memoria, aunque auxiliado por mi llavero, del que pende un pequeño relieve en metal barato de este personaje celeste, que hace compañía a otra mínima copia, en relieve metálico también, de “Las Meninas”, de Velázquez.
A primera vista, la figura de San Miguel parece hermosa, pero al observarla con atención veo que sus piernas están visiblemente desproporcionadas: la izquierda es más robusta que la derecha y parece deforme. Su vientre, que debiera ser plano y poderoso como corresponde a un atleta de las huestes celestiales, se abulta formando una panza inapropiada. ¿Y quién podría imaginar un arcángel ventrudo surcando los cielos inconmensurables como en “El Paraíso Perdido” de Milton? Por otra parte, el cuerpo del Demonio está mal elaborado y su rostro no es feo por su propia naturaleza sino porque el artesano descuidó su labor. En cualquier caso, esta figura hecha de algún tipo de pasta, podrá ocupar en algún momento la hornacina de algún templo o la de algún hogar acomodado, y es de suponer que será venerado como lo que es: la representación –naïf o no- de un ideal quimérico: el Mal siempre será vencido por la Virtud y el Bien.
Una de las imágenes que han llamado siempre mi atención es la de las “Ánimas del Purgatorio”. Encontramos varias versiones, pero creo que la más popular en México es ésta: en medio de las altas llamas, una guapa mujer de larga cabellera eleva sus brazos encadenados, pero la expresión de su rostro no es de dolor sino de una extraña neutralidad. ¿A quién mira desde la mazmorra de su condena? ¿Qué pudo cometer para sufrir las llamas del “Purgatorio”? Otra pregunta: ¿hay fuego en el “Purgatorio”? Porque tengo entendido que el fuego -¿simbólico?- se encuentra en el Infierno, no en ese ámbito transitorio que es, hipotéticamente, el “Purgatorio”. Aquí se “purgan” los pecados cometidos en la vida, pero ¿se “purgan” con fuego? Pido disculpas por mi escolástica ignorancia.
Otra imagen emblemática: San Francisco de Asís abraza a Jesús crucificado mientras éste desprende de la cruz su brazo derecho para inclinarse con deferencia y posar su mano llagada sobre los hombros de “Il Poverello”. No hablo aquí de los frescos de Giotto o del trabajo plástico de otros artistas medievales o pre-renacentistas, sino de esa iconografía moderna que se lanzó de bruces sobre un océano de melaza y mermelada empalagosamente kitsch, lo que también resulta interesantísimo. Todo esto al margen de la fe, por supuesto: la fe es muy otro asunto.
Estos escasos ejemplos bastan para mostrar la algarabía iconográfica del catolicismo. Una mina de oro, sin duda, para semiólogos, antropólogos, historiadores, psicoanalistas y aficionados. Pero faltaría hablar del erotismo que rezuman muchas de estas representaciones plásticas. Véanse algunas obras de Donatello, Botticelli, Miguel Ángel, Tiziano, Bernini, Rafael, Tintoretto y muchos otros artistas. Pero esto es otro asunto del que hablaremos luego.