A José Luis Cuevas 1931-2017
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TEMAS
Para mi amigo Gerardo Dávila
José Luis dibuja
en cada hoja de cada hora
una risa
como un aullido
desde el fondo del tiempo
desde el fondo del niño
cada día José Luis dibuja nuestra herida.
Octavio Paz
I. Noticia y vacío
Lamento profundamente el uso de la primera persona del singular en este texto, pero para escribir sobre uno de los artistas plásticos más admirados y amados desde la adolescencia, el lector tendrá que perdonar esto, que no es una pretensión, sino la simple necesidad de expresarme en el tono íntimo con que se hablan los amigos.
José Luis Cuevas (1931-2017) murió el lunes 3 de julio anterior y el hecho de ver y escuchar, de pasada, esta noticia en el Canal 11 del Politécnico me aniquiló momentáneamente. Como suele suceder, nunca creemos en lo irremediable. Al escuchar los detalles del deceso algo se desplomó dentro de mí y, para ser sincero, algo sigue desplomándose en el interior como en cámara lenta.
La obra de Cuevas, digo, me sedujo desde el primer momento, en la adolescencia. Lo primero que me atrajo de ella fue su sentido de lo siniestro, la opresiva y oscura atmósfera en que sus personajes se mueven o permanecen ahí, como suspendidos en un relato sin cronología. El tiempo, la búsqueda y la curiosidad me enseñaron que Cuevas era considerado un artista “neofigurativo”.
Ya antes de la vorágine de la posmodernidad todo empezaba a ser “neo” o “post”. ¿Por qué “neofiguración”? Los críticos no acostumbran establecer, como exige el poeta Ezra Pound, las reglas de su juego: sólo analizan, describen y a veces pontifican. El término “neofiguración” alude a la noción aristotélica de “mímesis” –imitación, reproducción de la realidad y la naturaleza-: la figura representada corresponde a lo que los ojos del artista contemplan allá afuera.
Pero también alude a un regreso a la representación plástica después del periplo emprendido por las vanguardias de la primera parte del siglo XX, cuyo propósito fue, en alguna medida, poner en jaque las concepciones tradicionales del arte, lo mismo en la plástica que en la poesía, la novela, el cine o la música.
De hecho, a partir de la segunda mitad del siglo XX no hemos terminado de regresar a algunas fuentes que consideramos “originarias”. Quizás ésa sea una de las razones por las que nuestra época ha sido llamada “la era del vacío” –Gilles Lipovetsky-, la “sociedad del espectáculo” –Guy Debord- o una en la que asistimos, según Daniel Bell, al “fin de las ideologías”. Éste es uno de los rostros de la posmodernidad, la que desde Nietzsche hasta Baudrillard, Deleuze, Vattimo y otros se ha estudiado tan meticulosamente.
II. La confesión directa
Cuevas se enfrentó en su momento a la Escuela Mexicana de Pintura porque consideraba que la retórica nacionalista, patriotera e izquierdosa de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros se había anquilosado hasta la demagogia. En cambio, José Clemente Orozco fue siempre considerado por Cuevas como el mejor pintor de aquel movimiento: su influjo puede advertirse en la obra del entonces joven rebelde.
Luego llegó la época de la “Zona Rosa”, inventada por Cuevas, y el “happening” de sus “murales efímeros”, antecedentes inmediatos del más o menos actual “performance”. Hay que reconocer que Cuevas fue un gran promotor de sí mismo y de su obra. Sus actos públicos, sus declaraciones, su personalidad eran un platillo fuerte para los medios. Y su obra…
Su obra era motivo de escándalo y de interminables discusiones. Unos lo consideraban un gran artista; otros, un “enfant terrible”, un oportunista, un clown. Pero cuando en Europa empezó a producir los más hermosos y densos grabados que nunca antes había hecho un mexicano, algunos detractores fueron cambiando de opinión. Como casi siempre ocurre, el pintor tuvo que salir del país para que en su propio país fuese valorado en su justa medida, aunque siempre con la reticencia de ciertos puristas que hubiesen deseado, tal vez, un Cuevas neoclásico, lo cual hubiera sido del todo imposible.
Porque Cuevas nació para provocar, para confrontar, para sacudir. ¿La era Digitalia? Un bledo le importó: él siguió trabajando prodigiosamente hasta el final, sin sentirse un genio pero sabiendo que su talento era inconmensurable. Siguió escribiendo cartas e ilustrándolas, como lo había hecho desde muy joven; cartas de papel, “analógicas”, diríamos hoy. Y cada una de ellas es una maravilla caligráfica y plástica: un Cuevas.
Perteneció a la llamada Generación de la Ruptura –con Fernando García Ponce, Lilia Carrillo, Alberto Gironella, Gabriel Ramírez, Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Francisco Corzas, Arnaldo Coen y Roger Von Gunten-, que en los años 60 del siglo anterior transformó el arte en México. El escritor y crítico de arte Juan García Ponce se convirtió en su adalid y publicó su libro “Nueve pintores mexicanos” en 1968, pero por razones triviales Cuevas no apareció en su nómina.
Sin embargo, García Ponce se ocupó varias veces del trabajo del pintor: “Como muy pocos artistas contemporáneos –quizá habría que decir como todos los verdaderamente grandes-, Cuevas parece estar hablando siempre en sus óleos y dibujos el difícil lenguaje de la confesión. Sus obras son esencialmente autobiográficas, pero no en el sentido chato de la psicología y la confesión directa, con carácter puramente personal, sino en el mucho más amplio que establece la relación del artista con el mundo, con la realidad, y a través de él, nos entrega una imagen de ella, sólo que la verdad de esa imagen nos regresa de una manera inevitable al artista…” (“José Luis Cuevas”. www.revistadelauniversidad.unam.mx).
Receptivo y sagaz, García Ponce captura en pocos enunciados la sustancia estética de la obra de José Luis Cuevas. Los mundos de Kafka, Dostoyevski, el marqués de Sade y La Castañeda, manicomio que fue su laboratorio de observación durante un buen tiempo, se subsumen en el propio orbe del artista, pendiente siempre de los entretelones psicóticos de sus personajes y las convulsiones de la propia psique.
Narcisismo, sí, pero también obsesión por ver el mundo más allá de su apariencia. “Toda obra es superficie y símbolo”, postula Wilde en el Prefacio de su “Retrato de Dorian Gray”. Cuevas no fue un esteta en el sentido wildeano, pero sí un artista que supo esa verdad: sus grabados, sus dibujos, incluso los más perentorios, dicen mucho más de lo que representan. Un pintor como él tuvo que ser tatuado por autores como Kafka, Rimbaud, Sade, Quevedo, Dostoyevski y otros abismados. Lo supieron Octavio Paz y Juan García Ponce. Lo supieron sus compañeros de generación, como el gran Vicente Rojo, quien calificó a Cuevas como “un artista de primerísima línea.”
Porque el pintor dibujaba y pintaba tanto como leía y escribía. Durante años mantuvo una columna en el periódico “Excélsior”, si no recuerdo mal. Cuando un día lo conocí le hablé de lo errada que me parecía la opinión que de su obra mantenía toda una profesional de la crítica de arte en México, la señora Ida Rodríguez Prampolini. ¿Sobre su obra o sobre una de sus exposiciones? Ya no lo recuerdo. “Escribe tu opinión y la publico en el “Cuevario”, ¿qué te parece?”, me dijo. “Me parece”, contesté. La escribí y, en efecto, apareció en su columna.
III. El cempasúchil y el horror Baudelaire afirma que la crítica es absolutamente parcial. Y estoy de acuerdo. ¿Cómo ser “imparcial” ante la obra de un artista que admiras? “Sí, sí, pero Cuevas se repite…”, dijeron muchos. Pero ¿qué artista no se repite? ¿No se repitió Picasso? ¿No se repitieron Dalí y Matisse? Y en cualquier caso, ¿a qué llamamos “repetirse”? Porque puedo distinguir muy bien –cualquiera puede hacerlo- diversas etapas en la carrera de Cuevas, incluso variadas formas de dibujar, grabar y pintar, sin dejar de ser él mismo a lo largo de varias décadas. Aquí aparece uno de los temas largamente debatidos en las artes y por supuesto en los ámbitos de la tecnología y la mercadotecnia: la originalidad. Leo en este momento y a trompicones el reciente libro de Haruki Murakami –“De qué hablo cuando hablo de escribir”. Tusquets, México, 2017- y encuentro que dedica un capítulo al asunto de la originalidad. Pone como ejemplos a los Beatles, a Stravinsky, a cierto Schubert, a Mahler… y cita al neurólogo inglés Oliver Sacks: “la creación se refiere a romper con un punto de vista existente, a volar libre por un territorio imaginario, a crear de nuevo y tantas veces como sea necesario un mundo perfecto en nuestro corazón, a vigilar con nuestra mirada interior y siempre con un sentido crítico.” (Mías las cursivas).
Cuevas no pintó magueyes y volcanes; tampoco flores de cempasúchil y sarapes, como espléndidos pintores mexicanos lo hicieron y siguen haciéndolo. Pero eso no lo hace ni menos mexicano ni menos artista. Su mundo fue siempre otro, desde los inicios, marcados por el influjo de Orozco y el expresionismo alemán, hasta el final. Diría, con Sacks, Paz y García Ponce, que ese mundo fue la reinvención tenebrosa de éste, el que todos conocemos, o bien, la aguda percepción de lo tenebroso que puede ser –o es- el mundo.
Fue siempre eso y la depuradísima disposición técnica con que fue dotado lo que dejó desde el principio una huella indeleble en mi memoria, como seguramente sucedió con muchos más. Cuevas se confesó cada día ante nosotros, y al hacerlo, dibujó nuestra herida; su mirada interior vigiló con un sentido crítico la inasible y extraña textura de nuestra identidad.
García Ponce lo dijo con brillantez y profundidad: “Mudo espía de la realidad de nuestro mundo, cuyo horror, cuyo carácter monstruoso y persecutorio sabe convertir en belleza dotándola del espíritu que parece haberse ausentado de ella mediante el imperio de la forma, José Luis Cuevas se observa al mismo tiempo vorazmente a sí mismo…”
[Martes 4 / Miércoles 5 Julio 2017]