Café Montaigne 140
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Enrollar y desenrollar estas letras. Ensayar. Alargar, recortar, filetear. Macerar estas ideas. Cocer las ideas. Añadir, pegar. Convocar mitos y fantasmas. Confrontarlos con la realidad. La realidad confrontarla con la ficción. ¿El resultado? La vida misma. Esto y no otra cosa es el ensayo, como nos lo enseñó su creador, el hombre de la montaña, Michael de Montaigne. Y al aplicar lo esbozado por él, al aplicarlo en un mito como lo fue William Shakespeare, el resultado, la resultante es una exploración personal la cual hoy me atrevo a dejar por escrito. Sucede lo mismo con los grandes hombres de la humanidad: nos avasallan, nos dan miedo, nos da miedo abordarlos y sentarnos con ellos a discutir. Su poder es magnífico.
Lo anterior sucede con Miguel de Cervantes, con Gabriel García Márquez, con Pablo de Tarso; lo anterior sucede con T.S. Eliot, con Ezra Pound, con Charles Dickens, con Honoré de Balzac, con Fiódor Dostoyevski; lo anterior sucede con… William Shakespeare (1564-1616). ¿Cómo o por dónde acercarnos a Shakespeare si de plano y de entrada no estamos seguros de ser él el autor de tan grande, vasta y universal obra? Más de 400 años después, los biógrafos convertidos en sabuesos, en investigadores, no se ponen de acuerdo en la autoría de toda la obra de Shakespeare precisamente por ello, en la vertida total de un hombre y de una sola pluma. ¿Autor colectivo? Puede ser. Es una teoría bien reputada. Es decir, “Shakespeare” fue el seudónimo de una cofradía secreta. Una de tantas las cuales pulularon en aquella época. Otras tintas y versiones afirman de William Shakespeare haber sido en realidad un par de eruditos de los cuales, igual, su vida y obra son nebulosas y perturbadoras: Francis Bacon y un autor entrañable para mí, un sabio, un erudito, Robert Burton.
¿Cómo abordar el fenómeno Shakespeare? ¿Puedo yo aportar algo mínimamente interesante a las miles de páginas las cuales se han escrito en su honor en más de 400 años de la existencia de sus libros? ¿Puedo yo aportar, sentado en mi residencia aquí en Saltillo, escribiendo estas palabras, este liminar en una tórrida tarde de junio (2019), con un sol jurado de 39 grados y el sudor escurriendo en mi cuello a mares, digo, puedo aportar algo yo desde mi trono de lectura y a la mano con la mayor parte de los materiales escritos por William Shakespeare? Lo voy a desencantar por si usted quiere abandonar este texto en este momento: no sé si pueda aportar algo de valor. Tal vez poco, tal vez nada. Pero le ruego su lectura, atención, paciencia y benevolencia de este caso. He leído la mayor parte de sus obras. He leído páginas de su nebulosa vida. He tratado de emparentarlas al día de hoy con lo cual a usted a y a mí nos rodea, y sí, creo aportar algunas ideas, magras ideas y reflexiones sobre William Shakespeare y su obra. Adivinó, serán dos o tres textos, tertulias. Dispénseme su favor y atención, señor lector.
ESQUINA-BAJAN
El gran hombre se cita una y otra vez. Sus frases para la posteridad son ubicuas. Siempre descontextualizado. Sus frases nos inundan en muchos, en demasiados libros de “superación personal” y articulistas de diarios y revistas las repiten como estribillos de lo bien hecho y lo bien articulado. Shakespeare, a más de 400 años de muerto, está más vivo y rozagante hoy. Incluso, al ayer. “El mundo es un escenario”, “Ser o no ser, esa es la cuestión”, “Mucho ruido y pocas nueces”, “Este es el principio del fin”… estas son un recuento, sólo un pálido reflejo de su genio el cual nos abruma. ¿De cuál tragedia, drama, comedia o romance hablamos? Las frases nos habitan, pero poco vemos representadas sus obras completas, al menos en esta parte del mundo llamado Coahuila.
Le cuento un argumento de sobra conocido. Érase una vez un gran barco, se llamó Titanic. Había clases sociales, afortunadamente como hoy. El gran barco viajaba del viejo continente al nuevo continente. Un gran lujo a bordo. No se podían relacionar los de cuarta clase con los de la primera y pomadosa clase. Impensable. Ella, una viajera, elegante, garbosa, bella como pocas. Él, habitante del submundo, mísero muchacho del arrabal y de las cantinas de poca monta. Pero, ambos coinciden en el mismo y majestuoso mundo en esa etapa de sus vidas: en el Titanic”. Ella de noble cuna. Él un simple y zarrapastroso plebeyo. Vamos a ponerles nombre: ella, la bella y rotunda Kate Winslet en gran papel. Él, un andrajoso güero, Leonardo Di Caprio. ¿Es todo? No, creo usted ya lo notó: es “Romeo y Julieta”, sí, la eterna tragedia amorosa de Shakespeare. Shakespeare hasta en la sopa… de Hollywood.
Sus argumentos y palabras son lo más representados hasta el día de hoy, aunque se diga, nunca existió este inglés. En lo personal me gusta mucho su drama bélico y heroico, “Antonio y Cleopatra”, en su momento, el gran poeta Coleridge alabó de esta obra su “feliz audacia”. Esta obra de teatro da enseñanzas de todo tipo: educa para la guerra, educa para la política, educa para la sexualidad, da lecciones de historia sin ser del todo historia; todo lo cual usted quiera preguntar, aquí y en todo Shakespeare encontrará respuesta. Lea si no lo siguiente. Es un diálogo entre dos personajes de la obra. Uno espeta: “La cara de los hombres siempre es sincera, apenas de lo que hagan las manos”. El otro responde: “Pero una mujer bonita no tiene rostro veraz nunca…”. ¿Va usted a acusar, señora lectora, a don William de misántropo y misógino con poca solidaridad en eso llamado equidad de género, cosa tan de moda? Pues sí, es el estereotipo de una mujer, la cual fue descrita por el poder de la pluma de un hombre: letra viva hoy en día.
LETRAS MINÚSCULAS
¿Mujer llena de ceniza, humilde, de barrios bajos la cual asciende a la vida digna gracias al amor de un hombre? Pues sí, Cenicienta, es decir, “Pretty Woman” de Hollywood…