Callejones de Saltillo
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Uno de los encantos del Saltillo viejo son sus antiguos callejones. Muchos de ellos fueron las primeras arterias que comunicaban el caserío con el corazón de la antigua villa, con la parroquia, el Santo Cristo, la plaza de Armas, la sede del Gobierno, el mercado, los comercios… Caminos, callecillas a veces tortuosas y serpenteantes, que en sus inicios fueron marcando la ubicación de las casas y al mismo tiempo las agrupaban formando los distintos barrios. Los primitivos caminos se forjaban en las márgenes de los arroyuelos y las casas se levantaban a la vera de los caminos, dejando libre paso al curso de las aguas que bajaban de los lomeríos del sur de la ciudad. Caminos para caminar, a lo más, para transitar algún coche tirado por una mula, o para el paso del arriero que apresuraba al burro cargado con el carbón o la leña para entregar en las casas.
En otros tiempos, el cielo solía ser benigno con la región. Frecuentemente, los negros nubarrones dejaban caer las aguas escondidas en sus abultados vientres sobre las tierras saltillenses, en tal cantidad, que los arroyos se desbordaban y sus impetuosas aguas se precipitaban con fuerza llevándose cuanto encontraban en su camino. Muchos se secaron irremediablemente, pero todavía podemos adivinar su curso. El agua tiene memoria. Cuando llueve a cántaros, corre por su viejo cauce y escurre por las calles hasta confundirse en los lechos de los grandes arroyos que todavía surcan la ciudad: el Ceballos, el Arroyo del Cuatro…
El Centro Histórico está lleno de callejones. Allá arriba, en el sur de la ciudad, en los barrios de Santa Anita, del Ojo de Agua, del Águila de Oro, quedaron aquellos callejones empinados, con sus típicas banquetas hechas de tramos de escalones, que desde siempre han conservado su fisonomía, desde antes de que la ciudad alcanzara su mayoría de edad: el de Altamira, el del Beso, el de la Llorona, el del Humo, el de la Delgadina. Y no sólo al sur. También en el corazón de la ciudad hay callejones: al costado norte de la Catedral, el de Santos Rojo, antes llamado de La Pulmonía por los vientos que corren de un extremo al otro, capaces de helar a cualquiera en el invierno, y el del Truco, llamado así por un pastelero francés que, en plena calle, tal un truco de magia, sacaba sus panecillos ya rellenos, de un horno de hoja de lata. En el poniente, en la calle Cuauhtémoc, el muy conocido callejón del Diablo, y al noreste de la ciudad, el del Oso. Nombres éstos íntimamente ligados a personajes que habitaron en esas callejuelas, tanto como a acontecimientos o sucedidos que en ellas tuvieron lugar, mientras que los nombres de otros residen en leyendas de aparecidos y viejas consejas populares que la tradición conserva. Los callejones del Beso y de Miraflores, son dos empinadas callejuelas típicamente saltillenses en el sur, hacia el oriente de la Calzada Antonio Narro, por la calle de Escobedo.
Todas las ciudades con antigüedad de por lo menos 300 años tienen su Callejón del Beso. El de Saltillo, cuenta la tradición que, por estrecho, sólo permitía el paso de una persona, y todas las noches se veía obstruido por tres galanes que acudían a platicar, rejas de por medio, con tres bellas damitas a cuyas casas pertenecían las ventanas en las que se hacían las amorosas entrevistas. Románticas historias de amor, a diferencia de otras que también impusieron nombres a los callejones y que entrañan tragedias, generalmente surgidas de la pasión y los celos, y otras, más espeluznantes, de aparecidos y fantasmas.
El trazo caprichoso de la ciudad antigua dejó los callejones, vasos comunicantes para sostener el latir del corazón en el centro de la ciudad y llevarle vida a sus primitivos barrios.