Chismes
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Lo diré con pocas y muy claras palabras: al general Mariano Arista, presidente de México de 1851 a 1853, le gustaba mucho la nalguita.
Las mujeres eran su talón de Aquiles. Ante un ejército enemigo el general Arista se quedaba incólume, impertérrito e impávido. Frente a las tentaciones de la política y el poder se mostraba sereno e impasible. Pero que no le pusieran delante unos ojos bonitos, un rostro agraciado, un talle juncal, un busto exuberante o unas caderas opulentas, porque entonces don Mariano Arista se derretía; su corazón se le volvía flan y naufragaban su fortaleza y energía.
Un “ladies man”, como dicen los norteamericanos, era el general Arista. Se perecía por andar entre faldas. Si a alguien se le hubiese ocurrido ponerle enaguas a una escoba el general Arista la habría requebrado con ardientes piropos y encendidas solicitaciones.
Muy dados a amores y amoríos han sido algunos personajes de la historia mexicana, desde don Miguel Hidalgo hasta José López Portillo, por no llegar más pa’cá. Hasta don Guillermo Prieto, tan entregado a su esposa doña María, tan austeramente republicano, confesó en sus memorias “... mis descarrilamientos a la vida alegre, mi devoción a las chinas (es decir, a las muchachas de pobre condición social) y mis distracciones con pícaras musas que me encontraba donde menos lo pensaba...’”.
Pues bien: en esa larga lista de amadores históricos el general Arista tiene lugar preponderante. Lo ayudaba a conquistar a las damas su magnífico porte de varón -era muy guapo, pero le ayudaba también su calidad de político encumbrado: en algunas mujeres, dicen las malas lenguas, el poder y el dinero obran como afrodisíaco. Hace falta otro Konrad Lorenz que investigue si acaso la fortuna política y la riqueza despiden feromonas, aromas como ésos que en algunas especies animales sirven para provocar la unión sexual.
Toda su vida Arista fue una calavera. No tenía ningún roce de cultura; los tiquismiquis de la vida en sociedad lo molestaban y lo solían irritar. Se contaban de él cosas extrañas. Tan rudo era su carácter, se decía, que siendo un adolescente paseaba por las calles de San Luis Potosí, de donde era oriundo, montando no un caballo, sino un novillo cerrero que había domado y que usaba como montura para probar su fuerza.
Don Mariano era hijo de español. Su padre sirvió a la administración de la mal llamada Colonia como Intendente en Puebla y en San Luis. Arista y su hermano Juan sintieron el llamado de las armas y se alistaron como cadetes en el ejército realista. Pero mientras Juan era absolutamente leal al virrey y a España, Mariano alentaba la idea de la emancipación. Así, los dos hermanos tenían fuertes discusiones en las que disputaban acerca de sus ideas, tan contrarias. Como las cosas amenazaban llegar a un rompimiento fraterno los dos tomaron una muy buena decisión: someterían sus diferencias a su padre para que éste les dijera lo que debían hacer. Ambos establecieron el compromiso de acatar el dictamen paterno, fuese cual fuere.
Los escuchó el honrado español sin decir una palabra. Juan habló de su sentimiento de fidelidad a España; Mariano razonó su amor a la nueva patria en que vivían. Los citó el padre para el día siguiente, en que les daría a conocer su decisión. Cuando los tuvo enfrente les habló, solemne y grave:
-Lo más importante -les dijo- es el dictado de nuestra propia conciencia. Juan: sigue defendiendo tu bandera. Mariano: abandona las filas del virrey y ve a luchar al lado de los que combaten para tener una nueva patria. Y que Dios los bendiga a los dos.
Así son los buenos padres: dejan en libertad a sus hijos para que por sí mismos decidan su destino.