Deo gratias. Es decir, gracias a Dios
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-El suelo le quema a uno los pies, licenciado. Es como si estuviera usted parado en la azotea del infierno.
La maestra me cuenta de su reciente excursión a Amecameca, en las estribaciones del Popocatépetl. Quería esa profesora visitar el sitio llamado El Paso de Cortés, pues por ahí entró el arrojado don Hernando cuando llegó de Veracruz al Valle de México y se detuvo maravillado ante el espléndido paisaje de “la región más transparente del aire”.
Dice la maestra que el Popo tiene estremecimientos como de gigante vivo puesto a asar. Los habitantes de la vecindad, empero, no se mueven. Siguen en su quietud de siglos, quietud hecha de abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. No le tienen miedo al volcán. Ya lo conocen; don Goyo es muy su amigo. “Don Goyo” es el nombre que los lugareños le han puesto al Popo a fin de no decirle el Popo, pues eso se les hace una falta de respeto.
A lo que le tienen miedo los vecinos del volcán es a los deslaves de lodo que el calentamiento de la superficie puede provocar. La posibilidad de una erupción no les preocupa, así como a los pasajeros del Titanic no les preocupaban los icebergs. Es que no han visto la película “Volcano” ni han leído “Los últimos días de Pompeya”. Si vieran y leyeran eso no andarían tan despreocupados: una erupción cutánea es inquietante, pero una erupción volcánica debe inquietar.
Una vez fui a Acapulco. Se veían aún las huellas del huracán Paulin, que dejó tras de sí -escribió cierto reportero- “una Estela de destrucción”.
-La palabra “estela” se escribe con minúscula -le indicó su jefe de redacción.
-Mi mamá la escribe con mayúscula. Y ha de saber bien, porque así se llama.
Acapulco es la bahía más bella de este mundo. Ricardo Garibay la llamó “bellísima bahía”, y puso ese título a una de sus novelas. Si en los otros mundos hay bahías, seguramente no se le pueden comparar. Por la noche veo los noticiarios de la televisión americana. Hubo nevada en tal ciudad; inundación en otra; la temporada de tornados en la región central ha sido feroz este año... Y yo pienso, adormecido a medias por la monótona voz pregonera de catástrofes, que es una bendición vivir en Saltillito. Aquí no hay volcanes que tiemblen, ni lodos que se escurran, ni ríos que se desmadren (si es que se dice así cuando se sale de madre un río), ni tornados que todo lo trastornan. Tampoco hay calores de averno ni fríos antárticos. Cuando mucho un ventarrón de vez en cuando. Miel sobre hojuelas. O Nutrasweet sobre Corn Flakes, para decirlo en términos modernos.
Otra ventaja adicional: Dios Nuestro Señor no cobra impuestos. Si los cobrara tendríamos apuros los saltillenses para pagar el elevadísimo tributo que el Creador tendría derecho a fijarnos por vivir aquí, al amparo de tantos males, trastornos y calamidades.
Saltillenses: demos gracias a Dios.
Es justo y necesario.
La avaricia no sería mexicana.