Dos dimensiones de la pobreza
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Me sorprendió mucho una frase que escuché en cierta ocasión en que facilitaba un taller sobre valores humanos con un grupo de trabajadores de la CFE.
Era el tiempo de Navidad y aproveché para provocar la expresión personal de los participantes. Era un grupo de unas 20 personas, de los obreros esforzados que entonces escalaban los postes para tender las líneas de electricidad, corregir los apagones y conectar los hogares y los hospitales con la inapreciable corriente eléctrica. La mayoría de ellos apenas habían terminado la escuela primaria y esa era toda su educación “formal”.
Sin embargo, para todos era familiar la Navidad, su historia y sus personajes. Les hice la pregunta: “¿Qué valores encontraban en ese acontecimiento?”. Cada uno daba su propia respuesta y la mayoría coincidía en que lo que más les impresionaba era la pobreza del lugar, de los personajes, del clima y la falta de alojamiento. Concluían con la pobreza de Jesús como característica fundamental.
Sin embargo, hubo un participante que respondió. “Yo fui más pobre que Jesús –y continuó–, Jesús tuvo un padre y una madre, yo no los tuve, Él tuvo esa gran riqueza, yo ni eso tuve”. Nadie se atrevió a debatirle una afirmación tan fundamental.
Nunca se me ha olvidado esa escena y esa frase que me reveló la jerarquía y las formas de pobreza del ser humano. Erróneamente se simplifica la pobreza a la carencia de bienes materiales o económicos. Nadie negará que ésta es la forma más visible de pobreza-carencia. La que no solo imposibilita el desarrollo humano, sino que lo desvía o lo mata… o también provoca un esfuerzo extra-ordinario académico, artístico, moral o empresarial. Son innumerables los ejemplos de la historia de estos gigantes que carecieron de lo indispensable y llegaron a escalar las cimas del éxito.
Sin embargo, estas son excepciones de la regla. Tener un padre y una madre es la mayor riqueza que se puede convertir en superación humana, en mediocridad o en deterioro del potencial humano con el que todos nacemos. La diferencia estriba en las expectativas que tienen los padres acerca de sus hijos y las formas educadoras con que se las transmiten. Los padres que tienen expectativas pesimistas, negativas acerca de sus hijos, contaminarán su mente con obstáculos imposibles de superar y con una actitud de complaciente mediocridad. Los padres que tienen expectativas optimistas nutrirán a sus hijos con las convicciones del esfuerzo y la disciplina, de la esperanza del trabajo y sobre todo del amor al trabajo.
Desde mi octavo piso he tenido la oportunidad de comprobar la afirmación implícita de ese modesto electricista: las dos dimensiones de la pobreza, progreso o deterioro humano, no son fruto de la suerte, o de los subsidios económicos, sino del ejercicio optimista o pesimista de la paternidad y la maternidad.