Dos Sábados Santos semejantes, el primero de la historia y el de ahora
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Aquel sábado fue muy contrastante con el ambiente del día anterior. El viernes de la crucifixión fue muy agitado en Jerusalén. Las multitudes estuvieron en constante movimiento del Templo al palacio del Procurador Romano. Curiosos y expectantes de las instrucciones de los Sumos Sacerdotes y de las decisiones de Pilatos. Satisfechos o preocupados de haber gritado “crucifícalo” o de haber elegido (¿las muchedumbres realmente eligen?) a Barrabás.
Pero salió la luna y empezó el silencio del sábado. Las calles se vaciaron de gente y los judíos descansaron en sus hogares. Los discípulos de Jesús también se fueron reuniendo gradualmente, aunque con un temor a ser descubiertos y un gran vacío en el corazón. Les faltaba el maestro que los convirtió en otras personas con su verdad, ejemplo y trascendencia de eternidad. Ahora solamente tenían un memorial, una Fe muy vacilante, y una cruz vacía y ensangrentada. Se miraban entre sí y compartían su incertidumbre. No sabían cómo interpretar lo que había sucedido, ni siquiera cómo conservaban todavía una esperanza que vibraba en cada uno, como la llama de un cirio desafiada por el viento.
Hoy, gracias a la pandemia del coronavirus, la humanidad va viviendo un largo y prolongado sábado que parece interminable. No es de 24 horas sino un confinamiento de meses para evitar el contagio, la enfermedad y la muerte. Los gobiernos, la sociedad y las familias han sido capturados por la impotencia y desconocimiento científico. Sin embargo, la incertidumbre por la falta de un medicamento que ataque efectivamente a este virus, tan mortífero, ha generado una serie de prácticas esenciales para prevenir su contagio. La más efectiva es “quedarse en casa” durante el tiempo que sea necesario, que puede ser un largo Sábado Santo de meses.
Son incontables las actividades que se recomiendan para vivir este confinamiento hogareño y son inumerables las descripciones de las posibles reacciones que se pueden dar. Ciertamente es un cambio muy brusco de sus conductas habituales, de sus horarios y de su frecuencia de relación-comunicación-encuentro-interferencia con los que esté compartiendo 24 horas diarias durante meses. Todo eso requiere un ejercicio cotidiano excepcional de adaptación personal, de la paciencia y la tolerancia a las diferencias de edades, género, criterios y creencias.
Hay dos actitudes de la temerosa comunidad del primer “Sábado Santo” de la historia, que fueron fundamentales para aquellos acobardados discípulos y para este sábado tan prolongado, que alivian la incertidumbre humana tan evidente hoy, pero tan natural, aunque maquillada, en la vida diaria: la confianza contra la desconfianza, y la esperanza contra la desesperanza silenciosa e inconsciente.
La fe, en una vida trascendente, es un pilar de la espiritualidad de cualquier religión. Para los cristianos es un regalo de Dios, no es algo que se merece, pero es una fuerza que la persona necesita creer que la posee para tener confianza en medio de la ansiedad, de la enfermedad y muertes que a diario nos abruman. La esperanza de llegar al otro lado del túnel no sólo se genera con las acciones preventivas o sanadoras que cada quien busca y ejecuta, con el rápido avance de la ciencia y el heroico esfuerzo de sus servidores, sino también con la esperanza de la Resurrección a una vida eterna que prometió Jesús a los que creen en él.
Esta sólida esperanza es la que celebraremos mañana los cristianos en nuestros hogares y corazones, aunque los templos estén vacíos y parezca que el coronavirus va acabando con la vida humana y la vida eterna. El coronavirus es mortal y su poder es efímero. El ser humano es inmortal, la muerte es solamente una aduana para todo ser humano.