El conjuro de lo inmaterial
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Todos hemos comprobado los contundentes resultados de la evocación de las emociones mediante del conjuro de la música. El famoso Adagio de Albinoni propicia, por lo general, ámbitos de melancolía, mientras que el conocido canto napolitano Funiculí Funiculá, sentimientos de alborozo. Pero, además de esta correspondencia unívoca, y regularmente generalizada, entre una pieza musical y el movimiento emotivo que despierta en el sujeto, la evocación actúa en función de la sustancia individual. Quiero decir que el conjuro musical se efectúa también de manera íntima y particular, ciñéndose —valga la expresión— a la forma del espíritu.
Desatado el conjuro de la música, ésta se precipita como un líquido sobre la circunstancia vital, dando tinte y perspectiva al episodio personal, inundando, asimismo, el espíritu. Pero eso es solo el principio del efecto conjural, ya que, a continuación, si el hechizo es poderoso, el líquido musical cambiará a estado sólido, llevando impresa en sus contornos la copia inversa, pero fiel, de aquel trozo de vida y de los perfiles del espíritu que inundó en un principio. A partir de ese momento, música y momento vital integrarán una sola sustancia, de tal suerte que cada vez que vuelva a nosotros la tonada, canción o sinfonía, nuestro espíritu se vaciará sobre el molde, retrotrayéndose al momento en el cual se realizó el conjuro. Ahora, su poder mágico se encuentra reforzado, pues a la de desatar emociones se ha sumado la facultad de evocar los recuerdos. Cuando esa música vuelva a manifestarse, experimentaremos la resurrección misma de la experiencia pasada en forma de sensaciones, pero tal vez no seamos capaces, por lo menos de manera inmediata, de narrar en términos de lenguaje aquella circunstancia pretérita. Probablemente, para obtener información narrativa, necesitemos forzar al espíritu a un interrogatorio, buscando la confesión, con la razón como testigo, del relato de aquel evento añejo: ¿Qué es esto que vuelve del pasado de manera tan vívida? ¿Qué suceso modeló de tal manera tus contornos? ¿Qué vieja memoria, después de dormir acurrucada en aquella canción que no escuchaba hace tanto tiempo, es la que despierta para desatar el nudo de las sensaciones olvidadas?
Marcel Proust, en casa de su madre, después de beber una cucharada de té en el que flotaban las migas de una magdalena, se dio cuenta de que su espíritu había tomado una forma antigua; aquella que tuvo en algún momento de su lejana infancia en Combray. El suceso lo motivó a interrogar a su espíritu. Y obtuvo respuestas definitivas, pues “más frágiles, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”
El sabor y el aroma de la magdalena y el té de Marcel pusieron en marcha el conjuro de lo inmaterial. Conjuro que también puede efectuarse con el sonido, cuyo influjo es capaz de ayudarnos a recobrar le temps perdu, pues la música soporta sin doblegarse, en su impalpable vibración, el edificio enorme del recuerdo.