Elevador chilango
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La gran mayoría de los habitantes del planeta, y sobre todo aquellos que no viven en una megaciudad o tienen que viajar a donde existen edificios de más de tres o cuatro pisos, seguro no se identificarán con lo que aquí expondré. Por otro lado, muchos de aquellos que leen estas líneas y han estado en un elevador coincidirán conmigo en que esos segundos –que se sienten como minutos– dentro de un elevador lleno de extraños son una experiencia rara y generalmente consistente. Nadie quiere hacer contacto visual, todos quieren que la puerta se cierre lo antes posible y salir cuanto antes al llegar tu piso para acabar con ese trámite de tener que estar en un espacio cerrado con gente que no conoces y con la que no podrás siquiera romper el hielo. Tal vez lo más normal es darse cuenta qué zapatos calzan los compañeros de viaje, ya que es común simplemente voltear al suelo si no estás enfocado de manera forzada en observar la pantalla de tu celular.
Estuve recientemente en la Ciudad de México (ahora le dicen CDMX y medio que levantan la ceja cuando te atreves a decirle DF… como si fuera muy correcto referirse al resto del país como “provincia”) y vinieron a mi mente recuerdos de cuando viví y trabajé por allá en los 90. Hace más de 20 años no me llamó tanto la atención, ni aprecié adecuadamente lo que pasaba a mi alrededor cada día al llegar o salir de mi oficina en aquel alto edificio de la avenida Insurgentes Sur ni en los edificios que me tocaba visitar con cierta frecuencia. Los elevadores de la CDMX son un “ecosistema” que me atrevo a decir (tal vez exagerando) no existe en ninguna otra parte del mundo.
Consideremos que, en general, la Ciudad de México es compleja, muy grande, con mucho ruido, tráfico y llena de gente que va con prisa pero sin velocidad de un lado a otro. Circular por sus calles nos muestra un diagnóstico de cómo es el país: le falta infraestructura, no hay orden, las leyes parecen opcionales, hay agresividad y peligro, empleo informal en cada esquina, todo se mueve lento, la gente se desespera, se pierde productividad y no hay tiempo para ser amables con extraños. Sin embargo, una vez que dejas la calle y tu automóvil y entras a un elevador en el edificio de tu destino, es como si te transportaras a otra dimensión. Los extraños que bien pudieron ser quienes nos dieron un cerrón o rayaron el disco a unas cuadras de distancia son ahora, en el elevador, quienes nos dicen “pase usted”, “buenos días/tardes”, “con permiso”, “propio”, “¿a qué piso va?”, “buen provecho”, “que descanses” (cuando es claramente la hora de salir a comer o de ir a casa). Podremos señalar (o inventar) cualquier número de detalles, peros o defectos del chilango y de la capital de nuestro país, pero ya quisiéramos ver cuando menos una vez al día al chilango de elevador que es consistentemente el extraño más amable que puedes toparte.
Aunque me interesa observar y entender a la gente, no soy ni psicólogo ni sociólogo, ni nada similar, pero creo que expertos en esas áreas bien podrían examinar el comportamiento del pasajero de elevador chilango para sacar conclusiones y averiguar cómo podemos replicar ese ecosistema del elevador de la CDMX en el resto de nuestros días fuera del elevador y fuera de la capital. Imaginemos cómo mejorarían nuestros días si en la calle o banqueta más transitada de nuestra ciudad en hora pico los conductores o peatones a nuestro alrededor se dieran el tiempo de comportarse como si fueran chilangos de elevador. Tal vez podamos fingir ser chilangos de elevador. Una sonrisa, una atención o un saludo simple no dañan ni al que lo da ni al que lo recibe. Simple pero valioso.
@josedenigris
josedenigris@yahoo.com