Patrimonio inmaterial de Saltillo
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No cabe duda que todas las costumbres y formas de la humanidad están sujetas al cambio y la transformación. Los modos de ser y hacer cambian constantemente a medida que transcurre el tiempo, y las manifestaciones de la cultura y la religiosidad no son ajenas a los cambios, aunque en el fondo guarden siempre una conexión con sus raíces.
Iván Ariel Márquez, ahora por segunda ocasión al frente del Instituto Municipal de Cultura, ha sido desde 2010 el principal impulsor de una importante manifestación de la cultura popular en la localidad: la danza que ahora llaman de “Matlachines”, y que recientemente obtuvo del Cabildo de Saltillo la declaración de “Patrimonio cultural inmaterial de la ciudad”.
Si se vuelve la mirada hacia atrás en el tiempo, no muy atrás incluso, pueden verse los cambios que ha sufrido esta manifestación de la danza popular en Saltillo. Algunos sitúan sus orígenes en los tlaxcaltecas que se asentaron a finales del Siglo 16 en el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, contiguo a la antigua villa del Saltillo. Si así fuera, entonces la danza vino con el sarape, el maguey, el membrillo y la paz, entre otros muchos beneficios que los tlaxcaltecas trajeron a la ciudad. Los antiguos pobladores de San Esteban bailaban en el interior de los templos cristianos, en los atrios y en las plazas, y en sus danzas participaban los indios principales vestidos de blanco y con un ramillete de flores en las manos.
Como en todas las tradiciones populares, los orígenes de esta danza, al parecer una simbiosis de lo religioso europeo y una tradición de filiación tlaxcalteca, no son muy claros, pero sin duda, están ubicados en la época de la Colonia. Lo cierto es que la danza de “Matachines” en Saltillo, como la conocemos nosotros, podría fecharse a finales del Siglo 19 cuando se erigió la primera capilla del Santo Cristo del Ojo de Agua, pues su gran florecimiento en el siglo pasado se debió principalmente a la fe de los vecinos de ese viejo barrio saltillense. Es costumbre desde la llegada de la venerada imagen al barrio, bailar su danza sin parar en el atrio de su iglesia, cada año el segundo domingo de septiembre, en honor del Cristo de su parroquia. Danza que sólo interrumpen brevemente para darle paso a las procesiones que llegan.
Como todas las manifestaciones de la cultura popular mezclada con la religiosidad, la danza tiene, o tenía, su misticismo, su simbolismo y sus propios rituales. Cada grupo de danzantes debía componerse de un monarca, dos capitanes, un viejo de la danza, y siempre en números pares, de ocho a 32 danzantes, todos varones. El monarca era el mantenedor y responsable del grupo y de su indumentaria; los capitanes dirigían la coreografía de la danza y “el viejo” tenía una función principal, muy definida, como era la de mantener el espacio físico necesario para que los danzantes ejecutaran correctamente su baile y auxiliarlos en todas sus necesidades de vestido y accesorios durante el tiempo que danzaban, además de marcar con su propia muerte el final de la danza.
Hasta hace unos años, acompañaban a la danza dos instrumentos, el tambor y el violín, y podían ejecutar más de 80 sones diferentes, entre ellos: “La flor”, “La víbora”, “La piña”, “El indio” y “El zoquetal”. Los danzantes de ahora sólo se hacen acompañar por un tambor, no hay monarcas ni capitanes y su vestuario ya no es el mismo.
En Saltillo, la “Danza Tlaxcalteca del Ojo de Agua” ha guardado su tradición por varias generaciones gracias a don Pancho “La Gallina” Gámez, de quien hablaremos en las próxima colaboración; a su predecesor, quien le entregó el grupo de la danza; y a su familia, que ha continuado luchando por su supervivencia. El tiempo, que todo lo muda, no ha podido dispersar a los danzantes.