Tradición y difuntos
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La tradición y lo tradicional sufren un desvanecimiento social. Lo moderno y lo juvenil son actualmente las metas de lo deslumbrante, desbancando y haciendo pasar a segundo término todo lo demás: economía segura, estabilidad en proceso de forja o esperanza, en semilla de frutos invisibles. La tradición siempre ha sido así: cíclica, desbordante de fe por unos días o novenarios o temporadas. Así es la Navidad, la Pascua, los días de santos y fieles difuntos. Son tradiciones milenarias, que no se inventaron el día de ayer, aunque de cuando en cuando se van vistiendo de diferentes atuendos, cánticos y reflexiones inagotables.
Son tradiciones que sin cambiar su esencia encuentran nuevos valores en su interior. Como la tradición cuaresmal que se transformó, sin perder su sentido penitencial, en un horizonte de resurrección, o la tradición navideña cuya fiesta se trasladó del templo al hogar familiar sin perder su sentido trascendente.
La tradición de Todos los Santos antiguamente estaba considerada como el día de los canonizados, y los canonizados eran estatuas convertidas en piezas de museo –el museo eran los templos– donde acudían los fieles a admirar su arte escultórico, pictórico o virtuoso. Los santos “anónimos”, cotidianos. Los que pasaban desapercibidos en el culto, eran solamente reconocidos en su barrio o en su familia. Ahí se narraban sus historias de generosidad, de heroísmo cotidiano, de servicio a los pobres vecinos o enfermos, a su indeclinable compromiso con la bondad y la justicia. Los que sin ser líderes o “activistas” promovían la armonía en el barrio y en las parejas, intervenían amigablemente en los conflictos y construían la paz comunitaria. Eran testigos y testimonios admirados en silencio por el barrio y la comunidad. Estos son los millones de santos anónimos que ha generado la humanidad y que los encontramos en el presente.
No son personas perfectas, simplemente son correctas, bondadosas, que saben guardar un silencio prudente y compasivo, y prescinden de condenar al vecino humano e imperfecto. Saben que la paz y la amistad no se construyen con reproches ni mucho menos con violencia verbal o mental. Esos son los “santos” anónimos que viven en la calle y en los barrios, y que conservan una tradición milenaria de “hacedores de la paz” y “testigos del Evangelio”. Una tradición que ha llegado hasta nuestros días y nuestros hogares.
Esos testigos de la tradición Cristian a aún viven entre nosotros sin ninguna aureola o templo que los petrifique. Sin más belleza que su anonimato. Los anteriores, los que ya murieron y hoy son cenizas, los que fueron “fieles” a su conciencia y convicción, no han sido semillas muertas, sino que han dado el fruto de la sociedad en que vivimos, la comunidad que disfrutamos y también sufrimos. La genética no sólo del artista o del científico o del santo que hoy vive entre nosotros no ha estado encarcelada en una tierra de sepulcro, sino en una “madre tierra” que no sólo produce bosques y vegetales, sino que produce vida humana, valiosa, digna cada vez más sabia y progresiva, cada vez más consciente de su mundo y de su prójimo. Es una tierra elaborada de “fieles granos de arena”, polvos que han multiplicado su bondad y su vida sin darnos cuenta. Han sido “la raíz de nuestros frutos”. Son nuestros antepasados que con “su savia” están presentes en nuestras vidas. Ellos son “la salvaguarda de nuestro futuro” y su ejemplo es nuestra esperanza.