De donde venimos
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Esa noche me vi envuelto en una red de corrupción urbana. Esperábamos invitados. Engrandecido por los primeros tragos de la noche salí a la calle y busqué a Timoteo. Lo llamé. Lo vi acercarse con sus botas de hule hasta las rodillas, su figura tenía algo de militar en campaña:
- Timoteo, necesito que me guardes tres o cuatro lugares para las personas que vienen a la casa -le ordené como si yo fuera el lavacoches en jefe de la zona y rematé con esta frase: -No me voy a dar por mal servido.
- Pierda cuidado, jefe. También los podemos lavar, usted nomás dice y listo, ya sabe.
La vida ha mejorado gracias a Timoteo. Cuando invitamos a la casa, antes que nada pedimos que pregunten por él:
- ¿Quién es Timoteo, tu mayordomo? -se burlan mis amigos.
Durante la noche me di cuenta de que de un tiempo a esta parte, los matrimonios largos cotizan a la baja en la bolsa de valores de la vida adulta. Siempre hay una mirada compasiva para quienes llevan muchos años juntos, como quien ve a un toro manso que alguna vez tuvo trapío. En cambio, las acciones de los hombres y la mujeres que cambian de pareja cada fin de semana ganan puntos porcentuales, oro molido para la leyenda. Un amigo no tan amigo me dijo que había tenido unas noventa y cinco mujeres desnudas en la cama. No sé si fue la envidia o la compasión, pero recordé que Casanova tuvo 75 mujeres y Don Juan un número desconocido.
Alguien me preguntó cuánto llevábamos de casados mi mujer y yo. Les conté que no nos casamos y me adorné con una frase estúpida:
- Ni locos nos metemos a una iglesia.
Dije la verdad. Además, me asombra que cada vez haya más matrimonios por lo civil y por la iglesia entre los jóvenes. Nunca nos hemos sentido superiores por vivir como nos da la gana. Ya sé, nadie vive como le da la gana.
- ¡Treinta años! Y duran -gritó un amigo que pisaba nuestra casa por primera vez.
- Aún no nos conocemos lo suficiente -quise bromear, pero me sentí apenado, como si hubiera cometido un raro fraude sentimental.
Mientras me servía un Glenffidich, me arrasó una ráfaga del tiempo. Más allá y más atrás de esos años. Fui a la mitad de los años setenta y a la cantina el Ku-kú, cuando ocupaba dos pisos en la calle de Coahuila casi esquina con Insurgentes. Me uní a un grupo de amigos que realizaba extraños viajes interiores en una de las mesas de la planta baja. Inducidos por el tequila y la cerveza, mezclados con instinto homicida en submarinos, las inmersiones nos llevaron a estados alterados de los cuales apenas guardo memoria. A esas alteraciones de la conciencia atribuyo recuerdos estrafalarios del final del sexenio de Luis Echeverría: la paridad a veinte pesos por dólar, las constantes acusaciones de empresarios que juraban que el presidente conducía al país hacia el socialismo cuando en realidad iba al abismo financiero y a la primera crisis económica de las varias que nos devastarían con sus tempestades de encarecimiento y bajos salarios.
Me perdí en el pasado y recordé que alguna de esas noches, en la esquina de Insurgentes, frente a la tienda Woolworth, los periódicos de la tarde informaban que se había descubierto en el centro de la ciudad un monolito prehispánico, la Coyolxauqui. El regente de la Ciudad ordenó que prosiguieran las excavaciones de las ruinas del Templo Mayor. No me pregunten por qué, pero mientras escribo estas líneas me he acordado de los nombres no de los escritores franceses a los que me aficioné en esos años sino, cosa rara, de éstos: Eugenio Méndez Docurro, Alfredo Ríos Camarena, Fausto Cantú Peña. Los tres ladrones fueron acusados de fraude a la nación. La memoria es un capricho, las cantinas también.
- De allá venimos - les dije.
- De muy lejos -me contestaron con razón.
Fue así como durante cuatro horas puse mi grano de arena para fortalecer la corrupción en la Ciudad de México y, mediante un paquete de azares, regresé el tiempo y me sentí inexplicable. Me cae bien Timo, ¿escribí timo?