Pecado capital... y sin interés
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Existen pecados capitales llenos de provincias. La lujuria es uno de ellos; la gula otro. Ambos son pecados de la carne, ya untada, ya comida. Tienen la ventaja de pertenecer al cuerpo, pobre asnillo, y lo acompañan en su triste suerte: cuando el cuerpo se cansa ellos también se cansan, y acaban por desaparecer. Cierto ministro protestante se jactaba con grandilocuencia de haber matado en su cuerpo al monstruo de la lujuria.
-No es cierto -lo corrigió su esposa-. Ese monstruo murió de muerte natural.
También la gula está sujeta al envejecimiento. A los 20 años el hombre presume de sus triunfos amorosos; a los 30 de sus triunfos económicos; a los 40 y 50 de sus triunfos ante la sociedad... Un sesentón tiene otros motivos de jactancia:
-¿A que no sabes? Anoche cené una torta de huevo con chorizo ¡y no me hizo daño!
En cambio otros pecados capitales, como la soberbia, la envidia y la avaricia, no son pecados del cuerpo, sino del espíritu. Como el espíritu no muere, ellos tampoco mueren nunca. Acompañan al hombre hasta el final. Don Miguel de Unamuno, aquel severo búho, censuró alguna vez con acritud de puritano los excesos de alcohol y de mujer en que incurría Rubén Darío. Ramón del Valle Inclán, que había pecado mucho y que por tanto sabía comprender, le dijo:
-Mira Miguel: los pecados de Rubén son de su cuerpo, y morirán con él. Tú eres soberbio, y la soberbia es mal del alma, eterna. Tu pecado irá contigo hasta la eternidad.
A esa misma ralea de pecados del espíritu pertenece la envidia. De este pecado daba el Padre Ripalda una concisa y precisa definición. “Envidia es tristeza del bien ajeno”.
A los niños de ayer -de antier- se nos enseñaban lecciones de moral con el método de ejemplificación. Mujeres catequistas con rostros virginales -y lo demás también, seguramente- usaban relatos que se llamaban “ejemplos”, por medio de los cuales presentaban el vicio y la virtud y mostraban el premio que ésta recibía y las penas que caían sobre los malos.
-Les voy a contar un ejemplo.
Ese anuncio bastaba para que los catecúmenos dejáramos de picarle la espalda u otra parte más al sur al compañero que teníamos delante, y pusiéramos atención.
-Había un avaro que tenía un sótano en su casa. Nada más él podía entrar a ese sótano por una puerta secreta que nadie conocía. Ahí guardaba su dinero, en altos montones de monedas que contaba cada noche, a solas. Un día no se le vio ya más. Fueron sus familiares a buscarlo y no lo hallaron. En vano la policía lo buscó. Al final lo dieron por desaparecido: decía la gente que se lo había llevado el diablo como castigo a su avaricia. Pasaron muchos años. Un día la casa fue derribada para hacer otra. Entonces alguien encontró la puerta secreta. La abrieron. Ahí estaba el esqueleto del avaro. ¿Qué sucedió? Una noche con el aire se le cerró la puerta, y él no la pudo abrir. Murió de hambre y de sed, y fue devorado, aún con vida, por las ratas. Niños: no caigáis nunca ustedes en el feo pecado de la avaricia.
Así nos decían: “No caigáis nunca ustedes”. Nosotros temblábamos de miedo, y al regresar a casa rompíamos la alcancía de cochinito y nos gastábamos en dulces lo que teníamos ahorrado, no fuera que nos hiciéramos avaros.
Si los pecados se clasificaran por nacionalidad, la avaricia no sería mexicana.