La sonrisa del clown
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La sonrisa del clown se convirtió en la mueca grotesca del suicida. La risa del payaso Adams se trocó en lengua de trapo, de fuera y un rictus de dolor no en el rostro, sino en el alma. Una y otra vez lo he repetido en este generoso espacio âcomo escuchar un acetato rayado en tocadiscos gangoso e inútilâ, la tristeza es cabrona y a todos llega.
La depresión, dijo Walter Riso, es el llanto de Dios. Robin Williams âsin risa y sin pizca de vida en su amoratado corazónâ peleaba con una emperrada depresión a la cual se le pegaban como rémoras, las adicciones. El actor millonario de Hollywood no soportó más el dolor y la soledad.
Se colgó en su residencia. Se suicidó. Hoy tal vez toma un vaso de leche tibia en un sórdido café para viajeros y forasteros en eso llamado eternidad. Figura mediática, el mundo se consternó con su muerte. Robin Williams no quería sentir. Dejó de sentir. Supe de la muerte por asfixia del clown hollywoodense vía un mensaje SMS del aguerrido reportero Sergio Alvizo, el cual se sabe la Biblia al dedillo.
No sólo en Saltillo hay suicidios, apuntó lacónico, también se suicidan por depresión héroes de la farándula. No lo podía creer. A los minutos, me lo confirmaron. Pues sí, de no creerse. Las comedias de Williams nunca me gustaron. Será por mi estado perpetuo de amargura. Pero, lo recuerdo en tres memorables cintas: La sociedad de los poetas muertos, Insomnia y The Fisher King. Aquí y no en otro teatro de revista están sus mejores actuaciones de carácter. De quedarme con un trabajo, me anclo en su papel de maldito en contra de Al Pacino en Insomnia. Guerrero de justas medievales, lo recuerdo con yelmo, alabardas y escudo, montado en corcel azabache, embistiendo en The Fisher King. Junto a Jeff Bridges fue una de sus mejores actuaciones.
También lo repaso en Despertares, junto al camaleónico Robert De Niro. El suicida jamás, jamás escapará a su sino, a su final. Sabe que la solución es la muerte. Sabe que en la muerte está el descanso. ¿Tiene algo qué ver Dios aquí? No sé. Tal vez no.
El suicidio no es un problema, es una solución. Nadie lo quiere ver así. Pocos lo ven así. Atado al potro del alcohol y las adicciones duras, Robin Williams ha tomado un tren único e intransferible en un andén, en una estación sólo abierta para él. El clown se va triste. Se va solo. Se va atiriciado. Se va deprimido. Esquina-bajan Robin Williams se va triste, no obstante su riqueza. Se va solo, no obstante los millones de fanáticos y admiradores en el mundo. Se va atiriciado, no obstante sus millones de dólares y su disfraz de payaso. Se va deprimido no obstante toda la diversión y glamor a su lado que podía tener. Humano, Robin Williams era humano y estaba triste, deprimido. Lo devoró la noche amarga que a nadie perdona.
Y sí, fue en fin de semana. Justo cuando a uno se le cargan las dolencias del alma. Justo cuando no duele el cuerpo, sino esa parte llamada alma. Nadie le pudo ayudar, no obstante los millones de seres humanos que reían con él y de él. Ya ve entonces lector de esta dolencia y aflicción la cual a todos lastima y hiere. La tristeza, la melancolía no perdona a nadie. Las clases sociales no importan.
Los oficios y profesiones menos. El viento negro sopló en Tiburón, California y la alta noche se precipitó con un ruido de pesadumbre y rutina la cual anida en el corazón de los afligidos. Nadie escapa. Hay un sordo malestar con sabor a ceniza. Hoy ya es intrascendente el bosque oscuro, las tinieblas las cuales rodearon al actor en sus últimos días.
Hoy ya es intrascendente si éste pidió o no ayuda. Lo bien cierto es que luchaba diario con esta bestia carroñera la cual pincha y devora no el hígado ni el riñón, sino aquella parte del cuerpo a la cual llamamos alma.