La dorada escoria
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Un viejo amigo, nativo de la Ciudad de México, sostiene la curiosa e infamante teoría de que en realidad Elenita Poniatowska es una impostora, una sirvienta parisina de vago origen judío y polaco que, en la confusión que sobrevino durante la Ocupación alemana, logró tramitar sus papeles de manera fraudulenta para emigrar a México. De manera azarosa, habría encontrado la protección y el patrocinio de una familia mexicana, de apellido Amor, amiga de sus patrones polacos, que le facilitarían el traslado. Así, llegaría a la capital del país, cargando un viejo veliz de cartón, en la asustadiza pubertad. Aquí acabaría de perfeccionar tretas y mañas de la picaresca parisina, propias de su época de servidumbre. La coartada de hacerse pasar por princesa polaca habría sido la más simple de todas, habida cuenta de que en este país no tenemos la menor idea acerca de derecho dinástico ni de las genealogías reales, tan intrincadas, misteriosas e imprevisibles como la de cualquier hijo de vecino. Por lo demás, el mundo de los exiliados –continúa mi amigo- es una extensión peculiar de la literatura picaresca, un tablado de máscaras y disfraces, de identidades robadas o prestadas, de esclarecedoras confusiones, de revelaciones siempre pospuestas, de secretos de pacotilla. No todos los refugiados que llegaron a raíz de las grandes guerras europeas fueron el rey Carol de Rumania, verbigracia, quien a duras penas fue rey. Sí falleció entre nosotros, en cambio, a principios de la década de 1970, el último presidente de la Segunda República Española, a quien nadie recordaba ni tomaba en cuenta, después de tres décadas de franquismo, y quien murió investido de sus prerrogativas, así fuesen teóricas, de nombrar, desde la penumbra de su departamento en la colonia San Rafael, un embajador en Alemania del Este o de deponer un alcalde en Las Hurdes, esa región ibérica que competía por entonces en índices de miseria con la Mixteca oaxaqueña. ¿No hubo asimismo una pobre exiliada, que se sentía víctima de una conjura internacional y veía en cada uno de los demás exiliados –así lo gritaba al menos a quienes por accidente la escuchaban- un agente de una nación extranjera llegado a este país para matarla? En la década de 1950, se desempeñaría como simple reportera de la sección de Sociales en un periódico capitalino. Aprendió a escribir haciéndose amiga de escritores. Tal fue su mejor virtud, como lo demuestran las épocas de cercanía circunstancial que tuvo con grandes hombres como Juan José Arreola y Octavio Paz. Su simpatía con las causas populares es un sentimiento más propio de la clase media que de la aristocracia. Su interés literario por la vida de las sirvientas revelaría sospechosamente su propio pasado parisino. “No se le nota la sangre real –concluye mi amigo en tono lapidario-, como de hecho tampoco se le nota el Cervantes”.