Chente
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Mi madre me inculcó el hábito de cooperar siempre y en la medida de lo posible con quienes llaman a la puerta solicitando un moneda o algo para comer, aunque especialmente con los cada vez más escasos “hombres sonora” (no se me ocurre otra forma de llamarlos), ya sabe: los músicos ambulantes que van tocando una melodía con la corneta mientras llevan el ritmo batiendo un tambor de caja o tarola (yo a duras penas puedo mantener el compás, pero ellos se las arreglan además para despachar la melodía, tocar a la puerta y agradecer con una caravana los donativos).
Acaba de pasar por mi calle uno de estos inverosímiles artistas, acompañado de su prole, tocando “La Ley del Monte” y me pareció muy conmovedor que alguien que quizás no tiene certidumbre sobre la cena, sea tan consciente y sensible como para hacerle el debido homenaje al intérprete de esta pieza inevitable del catálogo ranchero.
Mi madre también me dijo, hace ya bastantes años por cierto, que Vicente Fernández “no se supo” morir a tiempo. Naturalmente, no es que le desease la muerte; se refería más bien al hecho de que como artista había alcanzado un capital de fama y popularidad equiparable al de los grandes ídolos (Negrete, Infante, Solís) y que la única manera de preservarse así era dejando este mundo, porque de lo contrario sigue una debacle que muchas veces sepulta el legado de juventud.
A Chente le fue bien sin embargo: preservó sus dotes y siguió dando conciertos a muy avanzada edad, grabó canciones que sostendrían tres carreras exitosas y continuó siendo muy querido y venerado por los amantes de la música campirana.
Pero don Vicente prolongó todavía más su existencia y se adentró de lleno en la era de la informática, de las redes sociales, de los memes y de la cultura de la cancelación. Era, para decirlo en términos de Rockdrigo González, un charro cibernético.
Por consiguiente, le tocó probar la implacable “justicia” de las plataformas y aplicaciones, la masiva crueldad de los chistes virales y las ínfulas redentoras de una generación convencida de que el mundo comenzó cuando el primer módem se conectó a la “World Wide Web”. Aunque dudo, la verdad, que a don Vicente le haya importado ya mucho nada de esto.
La muerte del Charro de Huentitán sirvió desde luego para que todos sacásemos a relucir nuestras filias y nuestras fobias. Y midiéramos (como adolescentes atolondrados comparando el tamaño de sus penes) nuestra estatura moral.
Poco importa su contribución al repertorio vernáculo o a la filmografía nacional, el comentario en redes invariablemente se trata de “mí” (de uno mismo, de nosotros).
Hubo quienes aprovecharon para hacer el consabido pronunciamiento reivindicador feministoide, hasta quienes desdeñaron la contribución del cantante, equiparándola con la de artistas contemporáneos que ni de lejos podrían medirse con el finado (ni en lo cuantitativo ni mucho menos en lo cualitativo); pasando por aquellos que se sienten muy por encima de los ídolos populares; no obstante, hablamos quizás del último de estos que le quedaba al País.
Se vuelve otra vez pertinente la pregunta: ¿Tenemos que separar al artista de su obra?
Yo digo que sí, no porque tenga interés en proteger la memoria de éste, de aquel, o de aquel otro de mis héroes, sino porque creo sinceramente que si nos ponemos muy escrupulosos, exigiéndole a todo aquel que destacó en cualquier ámbito, que además de su aportación haya observado una vida ejemplar para que su legado goce de reconocimiento, tristemente nos vamos a quedar sin ningún tipo de patrimonio intelectual, porque las vidas perfectas no existen, no al menos bajo los irreales parámetros ahora impuestos por una generación cuya mayor contribución al mundo es el autorretrato “selfie”.
Y no sólo hablamos de herencias artísticas. De pronto los más radicales hasta cuestionan los aportes científicos y tecnológicos −médicos tal vez− de quienes se vieron envueltos en un escándalo.
Al grado de que hoy parece que somos una raza de seres puros y que las celebridades están allí sólo para ayudarnos a reconocer los vicios y las perversiones, las fallas y los pecados en los que nosotros seríamos incapaces de incurrir porque nuestras vidas son perfectas como bien se aprecia en nuestro perfil de FB o de Insta.
Y sí, muchas veces la gente famosa comete verdaderas aberraciones, pero no creo que éste sea el caso. Chente no asesinó a nadie (bueno, nomás al güey que mató a su padre, pero eso fue en “El Arracadas”), no desfalcó las arcas públicas, no lideraba una secta de esclavas sexuales.
Pero si alguien insiste en que las faltas del último gran charro cantor de México (no existe absolutamente nadie equiparable posterior a él) superan sus atributos vocales, la pasión volcada en sus más de cien álbumes y todos los años de trabajo frente a un público que abarrotaba cualquier foro que pisara, sólo se explicará en el hecho de que como sociedad estamos más ávidos de señalar la falla que de reconocer y aplaudir el mérito. Y eso nos deja muy mal parados.
Chente prometió que seguiría cantando mientras el público continuara aplaudiendo. Y qué bueno, porque la ovación seguirá largo tiempo y la alegría que esta mañana me dio un artista ambulante tocando “La Ley del Monte” me hizo saber que yo todavía tengo ganas de seguir escuchándolo.