Día de Difuntos
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Aquel hombre tenía una hija, muchacha en flor de edad y en flor también de belleza y hermosura. Viudo el hombre, y padre de aquella única hija, la amaba con ternura; tenía puesto en ella todo su corazón.
Cierto día la muchacha enfermó de gravedad, y tras una semana de agonía murió en los brazos de su padre. El desconsuelo del hombre fue infinito. Lloraba día y noche; sus sollozos resonaban en los vacíos aposentos de la casa como en el fondo de una noria seca.
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Se llegó el Día de Difuntos. Los vecinos del pueblo −un pueblo pequeño en Michoacán− pusieron su altar de muertos. Recordaban al padre o a la madre, al hijo, al esposo, a la abuela... En el altar colocaron el retrato de la difunta o el finado; cosas que en vida usaron; manjares de su gusto, los licores que solían beber.
El hombre aquel no puso altar. Vivía ebrio, pues el alcohol le apagaba las brasas del dolor. El recuerdo de la hija muerta le oprimía el alma, y no quería recordar. Aquel día, el de los muertos, bebió más que de costumbre, hasta caer en el pesado sueño de la embriaguez.
Dormía la borrachera cuando escuchó un trueno como de tempestad. Abrió los ojos. Era ya de noche. Salió de su camastro y se asomó por la ventana. A la luz de los relámpagos vio una procesión de sombras que venían por el camino. Iban a pasar por frente de su casa.
¿Quiénes eran aquellos hombres y aquellas mujeres envueltos en mortajas y sudarios que cantaban con alegría? Todos cargaban dones y regalos: ese hombre llevaba una botella de mezcal; esta mujer un plato con un guiso de pollo; aquella niña una muñeca que estrechaba amorosamente entre los brazos.
El hombre entendió al fin. Las brumas de su ebriedad se habían disipado, y supo entonces que aquella procesión era un desfile de difuntos. Eran las almas de los muertos que habían ido al pueblo a recoger las ofrendas que sus deudos les dejaron en su altar.
Al final, separada de la fila, venía una sombra solitaria. No iba cantando como los demás: lloraba tristemente; sus gemidos eran un llanto continuado. Cuando la sombra llegó frente a la casa, el hombre se espantó: aquella sombra era su hija. En vez de dones llevaba en las manos un montón de ceniza. Al pasar lanzó una mirada dolorida a su padre, como un reproche silencioso. Y era que nadie había hecho un altar de muertos para ella.
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Esta leyenda, que parece escrita por una Selma Lagerlöf de México, nos hace ver la hondura y la verdad del culto que en el sur del país se da a los muertos. Ese culto es en verdad la negación de la muerte: los muertos siguen vivos; participan de nuestro mundo y nuestra vida. Están con nosotros aunque no estén ya con nosotros. Viven aunque hayan muerto.
Las ofrendas a los muertos, entonces, son ofrenda a los vivos. Más aún: a la vida. Esos altares encubren una profunda fe en la inmortalidad, no sólo del espíritu, sino también de la materia. La muerte no acaba con la vida: ésta vuelve, regresa siempre a seguir viviendo. No es, pues, un culto a la muerte esta celebración de México: es un culto a la vida y a su eternidad.
Encuesta Vanguardia
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