El cerdo, la máquina de coser y los fantasmas
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A engordar un marrano para venderlo luego. Así se hizo de su máquina de coser Esperanza Guadalupe Montemayor Vázquez, la madre de mi madre. En aquel pueblo qué esperanzas que las mujeres desobedecieran a sus padres, pero ella, ayudada por la tía Toña, una mujer que fue soltera toda su vida -y que guardara en un arcón un libro que fue el primero que leyó mi madre-, le dio lugar a la máquina de coser y allí, en el solar de la tía Toña, mi abuela convocaba a jovencitas a las que enseñaba a coser y a bordar.
-Era un taller de costura clandestino.
Dice Agripina María, mi madre. Un taller en el que además de esas habilidades, se entrelazaban aprendizajes e historias de sus familias. Algo así como aumentar sus conocimientos sobre las relaciones humanas.
-Mi madre fue muy adelantada para su época. Porque además de este taller de costura, cuando se casó, colaboraba en las tareas de matanza de pollos y cabritos con mi padre, para dar de comer a la familia; sembraba con mi padre maíz, trigo, calabacita, melones, sandías y caña dulce, que eran las delicias de nosotros y de nuestros amigos.
Las hebras del pensamiento de mi madre se han quedado prendadas de Nadadores, su pueblo. Allí, en su infancia, no había luz eléctrica. Y algunas noches, llegaban a su casa la abuela Feliz, la tía Nacha y la tía Toña para contar historias.
-Y yo me acostaba en el regazo de una de ellas a escuchar. Mamá siempre tenía galletas para darles. Eran diferentes: que las norteñas, que la embetunadas, que las jarochas. Y seguro que se las daba con café porque en aquel tiempo no había refrescos, y porque recuerdo que siempre estaba lista la olla de peltre con café en la chimenea. Ellas contaban historias de las cosas que habían pasado en el pueblo, y a veces de espantos.
Se reunían en una de las recámaras. Mi abuela Feliz y mi tía Nacha en una cama y en la otra, mamá y la tía Toña. Yo me echaba en el regazo de mi abuela Feliz.
Y las historias de espantos también estaban relacionadas con la familia, pues ella recuerda que en el solar del abuelo Loreto, exactamente en un pedazo que hacía esquina, había dos cuartos, en uno que daba a una calle, el abuelo tenía una carnicería y en el otro que daba a la otra calle, vendía alcohol a cambio de cosechas a los señores. Bueno, pues Loreto murió y la gente decía que se aparecía en la carnicería con una lámpara encendida en la mano y con una hacha en la otra.
-También muy cerca de ese lugar había una higuera negra grande bien bonita, y decían que por los agujeros de la pared salían llamas. Y que de ese sitio de donde salían llamas, hasta la media cuadra donde vivía mi tía Toña, se paseaba un jinete sin cabeza.
Y así se hacía muy tarde entre historias y galletas.
Y Agripina María se quedaba dormida con la preocupación entrando al sueño que le cerraba los ojos, pensando en cómo le harían con tanto espanto para regresar a sus casas, porque estaba muy solo.
Sobre esto, dice:
-Mi abuela Feliz y mi tía Nacha caminaban dos cuadras largas. Pero mi tía Toña debía cruzar dos solares. Y pues en la esquina de donde vivíamos, había un nogalito desde el que, decían, alguien apedreaba a los que pasaban ya en la noche. Así que cuando oscurecía y los niños salíamos a otra casa, allí nos andábamos encaminando unos a otros, interminablemente de una casa a otra, porque nos daba miedo y estaba muy negro.
La palabra espanto proviene del latín expaventare, que significa sorprender asustando. Y yo pienso que esos espantos le daban a mi madre, más motivos para amar a ese pueblo que era mucho más que el espacio medible, era ese otro espacio que cabe en los sueños y que se convierte en una historia que llega hasta este momento y se sienta entre ella y yo.